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Hay mucho dinero



JULIO IGNACIO MARTÍNEZ DE LA ROSA


Sábado 07 de Septiembre de 2019 9:04 am


SIEMPRE hay arribos inusitados. Venimos a trabajar, dijimos a la autoridad, como  marcan los protocolos académicos y laborales. Respetuosos y dispuestos a colaborar. Por unos días cada mes viviremos con ustedes, si lo permiten. Seremos como una familia, me contestó el jefe. Caray, pensé, qué grata actitud.

El hombre no parecía político, sí era de fiar, me comentaron sus amigos. A sus 50 años, mostraba juventud y ganas de hacer algo bueno por su comunidad. Yo respetaba su edad y su cargo.

En esos tiempos no había miedo a todo por la inseguridad pública. No eran evidentes los vínculos a la maldad. Vivíamos una época bonita, aunque había riesgo de ser asaltado en ciertas zonas muy conocidas por sus negras historias. Cerca de Maltrata no era el caso. 

Quizá lo más peligroso era la carretera, angosta y plagada de curvas, inclinada como cascada. La pasábamos de día, de noche era el infierno, pavor por una descompostura en aquellos viejos carritos pesados y de frenos raros. Cada semana algún vehículo chorreaba sus frenos y caía a la interminable barranca. Hoy uno circula más confiado por la moderna autopista.

Le eché el ojo, me dijo la autoridad la noche de nuestro arribo. Confieso que me alteró, pero me mantuve sereno. Mi amigo y acompañante agradeció a mi nombre mientras encontraba la respuesta correcta. Mi amigo era del rumbo y sabía qué hacer en esos aprietos. Agradecí.

Agité mi chocolate amargo, oaxaqueño, decía la etiqueta. El frío era fuerte esa noche de otoño, casi invierno. Un enorme termómetro blanco y oxidado marcaba 8 grados, el frío penetraba por el zarape y el gorro de lana. El sabrosísimo chocolate caliente aliviaba todo, el pan de natas hecho por manos indígenas era supremo. La cena incluyó quesadillas de queso de cabra artesanal y café de Coatepec con otro pan dulce. Fuimos invitados.

Con el tiempo, afianzamos el vínculo con la autoridad. Nos mostró confianza y  ampliamos nuestra estancia, desde ahí viajaríamos a otros pueblos. El clima era perfecto para quienes nos protegemos del inclemente sol serrano. 

Un día conocimos a toda la familia del comisario. Su hijo había regresado de Estados Unidos. Hicieron fiesta porque el muchacho iba a ser papá por primera vez y regresó a su pueblo a visitar y felicitar a su esposa que no lo acompañó al norte. Entonces las cartas por correo aéreo eran la panacea. La señora nos mostró un fajo de cartas que el joven esposo le escribía desde California. Eran de amor, decía ella. Nunca supimos que decían, pero su actitud en público, los arrumacos, decían todo.

Y ante unos 40 comensales vino una corrección del comisario. Le soltó a su hijo algo que parecía reclamo. No festejes, preocúpate. Un hijo cambiará tu vida. O te llevas a tu esposa o te regresas al pueblo para atenderlos. Si no, un día ya no tendrás familia, sólo tú serás culpable. Tú decides, dijo el padre. Varios pelaron los ojos, otros una forzada sonrisa.

El hijo no habló, agradeció el gesto paternal, a su esposa algo le dijo al oído y sonrieron enamorados. Antes de retirarnos, el padre volvió a hablar. Y entonces entendí lo que un día me dijo. El padrino de mi nieto será mi amigo el antropólogo, yo pagaré la fiesta del bautizo. Todos asombrados. Agradecí la deferencia. 

Días después, el comisario me dijo que su hijo era un bárbaro. En el norte tenía otra pareja, por eso no venía al pueblo, aunque mandaba dinero. Y así seguirían, pronto perderían el vínculo. Previsor, el comisario me dijo que su deseo era que yo me aparejara con su nuera, pues su hijo nunca regresaría. Harían bonita pareja y mi nieto tendrá un padre. Hay mucho dinero, cásese. Sentí vértigo, dolor de cabeza, presión alta y tantos malestares por la declaración oficial recién recibida.

Porque así es el destino, en mi trabajo me cambiaron a otra región del país. A través de mi amigo agradecí las atenciones y que algún día regresaría. No supe el resultado. Por mi trabajo, en tiempos recientes regresé al pueblo y no había rastros de la familia. Qué cosas. Sonreí. 


nachomardelarosa@gmail.com