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Forjadores del desierto



JULIO IGNACIO MARTÍNEZ DE LA ROSA


Sábado 14 de Septiembre de 2019 8:00 am


JUAN nos invitó a su pueblo. Nos reclamó que mi familia y yo habíamos estado con sus vecinos del sur, a quienes también brindaba servicios legales. Aceptamos ir a trabajar y conocer. Fijamos la fecha para ir a un lugar apartado de Dios. Qué Bocana.

Cada lugar es enigmático. Su gente crea leyendas, mitos y engrandece sus virtudes productivas y de su fuerza de trabajo. En su versión, siempre son los mejores. Son grandes, pues.

Acá sí trabajamos duro, me dijo el abogado Juan. Ha costado muchas vidas transformar el entorno. Nacido de la nada aquí está nuestro pueblito. El moreno abogado afirmaba que las manos de cientos de hombres y mujeres que antes morían de hambre, llegaron a esta playa para cambiar todo. Qué orgullo.

Hace más de medio siglo ellos colonizaron el pacífico norte de Baja Sur. Sus antecesores venían de otros estados norteños, gente de trabajo que no se atoraba ante las adversidades. Forjaron su presente y su futuro, y aseguraron a su descendencia. 

Su líder era un pescador experto, se sumergía en busca de langostas, abulón y caracol. Quemado por el inclemente sol de todo el año, era un hombre orgulloso, heredero de técnicas de trabajo. Conocía el mar como nadie, sabía de rutas y sitios donde el producto marino esperaba. Era sabio de las artes de pesca y equipos. Los jóvenes conocían los motores ecológicos y el flujo de oxígeno con modernas máquinas para bucear. El líder bajaba a pulmón, así lo enseñaron sus difuntos padres. 

Eran celosos. El aislamiento de antes, la escasez de todo, la pobreza eterna los hizo desconfiar de los foráneos. No compartían con cualquier persona. Me decían que ellos identificaban a los vividores, a los políticos que manipulaban para beneficio propio, los que quieren votos y aparentan ser buenos y no quieren nuestro progreso. El progreso lo hacemos nosotros sin ellos. Y tenían razón.

Fuimos a comer. Los invitados no eligen. Esa calurosa tarde degustamos el manjar del norte. Machaca de langosta, sopa y una especie de salpicón de abulón, almeja reina. Y de la cocina ordinaria frente a nosotros teníamos huachinango frito y a las brasas. Había otra serie de alimentos del mar del pacífico norte. La comida duró unas tres horas.

Nos explicaron el origen de todo. Con orgullo, recordaban viendo al cielo cómo los viejos forjadores del sitio usaban leche para quitar la sal al agua de mar para sobrevivir ante las inclemencias del desierto. Lo lograron, aunque en el camino muchos murieron de hambre, deshidratados o por mordeduras de víboras de cascabel. Pero aquí estamos, hemos transformado esta tierra pródiga.

La gente del norte es gente de trabajo. Por eso alguien les dijo forjadores y puso ese nombre a calles importantes de la capital. Lo merecen. Dice la historia que cuando los enviados de Cortés llegaron por allá, sus barcos los dejaron y semanas después regresaron por ellos, todos murieron. No cualquiera se adapta ni domina el rumbo. Hoy hay aviones, hoteles, agua, todo para disfrutar el desierto que mató a miles de aventados durante siglos.

Los nuevos residentes capturan sus productos del mar y los enlatan en su pueblo y los exportan. La langosta la enviaban viva a Asia, vía Estados Unidos. Su oficina importante estaba en Tijuana, allá los visitaba. En su pueblo, ellos potabilizaban su agua, producían energía eléctrica y construyeron su pueblito con la visión y materiales gringos. Nosotros, en cambio, esperamos que el gobierno nos dé todo, si no nos dan protestamos ferozmente. 

Así son los forjadores del desierto, como aquellos legendarios forjadores del oeste californiano. Siempre hay algo que puedes aprovechar, decía Juan. Encuéntralo y trabaja. No pares en vida porque si no pararas tu vida y la de tu pueblo. Hoy ellos buceando, empacando y vendiendo ganan más que tu y yo juntos y disfrutan todos los detalles de la vida, como ir a un super tazón o a una final de basquetbol gringos.

Cuando guste, lo asociamos a la cooperativa, me dijeron. 


nachomardelarosa@gmail.com