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ARMANDO MARTÍNEZ DE LA ROSA

Mitos y consejas


Sábado 14 de Septiembre de 2019 8:07 am


¿CÓMO nacen los mitos, las leyendas, las evidentes mentiras que un día se convierten en verdades aceptadas sólo porque han perdurado y se han reproducido de boca en boca, al aliento de la imaginación popular que se regodea en las conversaciones en las plazas públicas, en los tendajones, en las cantinas o en la sobremesa nocturna junto al fogón de las casas rurales?

Si las ciudades expanden sus propios mitos y falsedades que nadie sabe con certeza dónde nacieron, el campo tiene sus leyendas que, a diferencia de las urbanas, suelen ser inofensivas a las personas.

En las andanzas de caza, las conversaciones con campesinos suelen revelar mitos, consejas y leyendas, muchas de ellas de plena ingenuidad y otras que son obras de arte de la oralidad.

Un mito de amplia difusión en el campo cuenta que los apalcuates, serpientes inofensivas a los humanos, incursionan furtivamente en las casas, de noche, cuando las mujeres amamantan a los hijos. Según la leyenda, la culebra sorprende a la madre dormida, retira el pezón de la boca del bebé, donde a cambio coloca la punta de la cola para que el crío siga dormido y ella beba entonces la nutritiva leche materna hasta saciarse. Bastaría con entender que por muy astuta que la serpiente fuese, por mucha su inteligencia, sería incapaz de idear y ejecutar acciones tales. Aun sin regatearle al bicho semejantes atributos, sería suficiente un dato: los reptiles carecen de músculos faciales que les permitan succionar, no son mamíferos. Por si fuera poco, la leche probablemente les causaría problemas digestivos y, acaso, les dejaría un regusto para ellos repugnante.

Otro cuento que a muchos convence de veracidad, es el de la onza. Se le nombra así a un felino que en la leyenda es grande, fuerte, tan astuto como feroz. Capaz de matar un becerro y alzarlo entre sus fauces para llevarlo a un sitio agreste donde con calma pueda devorarlo. 

Puede ser que la historia se refiera a las acciones de pumas o jaguares, a los que genéricamente se les nombre onzas. Esos grandes gatos sí son capaces de matar crías de vacunos y arrastrarlos a sus madrigueras o a sitios tranquilos donde devorarlos. No la onza, que es un felino de mediano tamaño, apenas de la alzada de un perro grande, digamos un Labrador o un Pointer, no más. Feroz, sí, pero no tan fuerte para atrapar a un becerro de meses; acaso, una cría de semanas.

Por esa confusión de nombres, a la “onza” se le atribuyen hazañas, maldades y estropicios en los corrales de ganado. Tales incursiones punitivas son escasas porque la proliferación de jabalíes, venados y otros bichos silvestres les dan hasta para repartir a los grandes gatos de nuestros campos. Como fuere, en torno a los fogones en los ranchos, de las fogatas en la montaña o en la playa, los cazadores hilan largas polémicas en torno a la mítica “onza”.

Cierto día, me contaron otra historia de alta imaginación. Nos dirigíamos a lo alto de un cerro a cazar venados. Para llegar a los buenos lugares de aguardo, los espiaderos, les llamamos en Colima, hay que caminar varias horas por veredas apenas visibles entre la maleza, cuidándose de las garras vegetales de la sierrilla y de los anzuelos implacables del periquillo, un matojo con espinas en forma de pico de cotorra que se clava en la piel y la carne del andante. Por su forma, el gancho del periquillo obliga a detenerse, más cuando prende a una oreja o la mejilla, pues de continuar la marcha un doloroso desgarro deja la cara con una herida que cuando se cure será cicatriz de espejo, como llaman los toreros a las impuestas por los toros en el rostro, pues se las ven todos los días a la hora de rasurarse.

Casi paralelo al sendero que transitábamos mis amigos y yo, cansados del ascenso, había otro camino antiguo que llegaba a una arboleda tupida, cerca de una corriente de agua. -Por ahí, de noche, se escuchan voces- dijo uno de los compañeros que conoce esos montes como si fueran suyos. Y ahí va Armando de curioso, como siempre. -Ahí me quedo yo-. Y me quedé. Como no creo en fantasmas ni soy supersticioso, aunque sí un poco cabalero, cuando de cazar se trata, puedo quedarme solo, en plena noche, en un sitio como ese. No me da miedo. (De noche, en las calles de la ciudad, sí que aparecen temores justificados a un asalto, por ejemplo).

Fue aquella una nocturnidad espléndida. Oscuro el mundo de no ver a dos metros. Y sí, antes de la medianoche el bosque comenzó a hablar. Voces humanas como susurros incomprensibles, a veces un leve grito lejano, conversaciones fluidas, como si transcurriera una peregrinación de seres a quienes hace tiempo la vida se les había acabado pero no se resignaban a morirse del todo y volvían a estar vivos otra vez en aquellos bosques solitarios, despreocupados del destino.

Cuando llegaban a mí suficientes conversaciones de vidas intangibles, me dedicaba a tejer una historia de aquellos fantasmas contentos de andar de nuevo por el mundo, al desgaire, con una alegría que sólo los muertos felices son capaces de albergar en sus corazones etéreos.

Eran las muchas voces del viento rozando el dosel, chirriando ramas unas contra otras, rebotando en los altos troncos, rozando la hojarasca y repechándose en el macizo rocoso que sostenía la ladera. Tales eran los fantasmas que gozaba yo en mi imaginación.

Sólo el esperado, repentino ruido delator del paso del venado que se acercaba me interrumpió del quehacer fantasioso. Aquí llegaba por fin el ciervo de carne y hueso. A eso viene el cazador. Late el corazón vivo, la respiración se alebresta. Ya se lleva el viento sus espectros peregrinos.