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Tiempo fuera



HÉCTOR SÁNCHEZ DE LA MADRID

¡42 minutos a Manzanillo!


Miércoles 16 de Octubre de 2019 7:13 am


Para Héctor, con el deseo

de que no cometa mis excesos.


LES platicaba en mi colaboración anterior una aventura con mi icónico Javelin 71, en el cual me sucedieron varias peripecias que están guardadas en mi memoria y que me gustaría compartirlas con ustedes, esperando que les agrade y haga pasar un rato ameno.

A pesar de que el Javelin que salió en México traía un motor de 6 cilindros en línea, de 4.6 litros, con 200 caballos y 4 velocidades para adelante –menos potente que el V8 con 330 caballos que se vendía en Estados Unidos–, estaba muy bien balanceado con la relación de engranes de la caja de cambios, además de que era muy estable por lo ancho de sus ejes delantero y trasero, como por las llantas anchas Firestone Wide Oval que lo hacían veloz para arrancar al igual que le daban agarre en las curvas.

El color mostaza, modernísimo en aquella época, con el techo troquelado en la parte delantera, pintado de negro, con una división en medio del color dominante, hacían del Javelin uno de los carros deportivos más bonitos de Colima, hablando en términos generales, aunque para mí, en lo personal, era el más bello de todos.

Con el Javelin hice muchas locuras de las que por fortuna salí ileso, al igual que mis amigos, particularmente Rogelio Castañeda Bazavilbazo y Jesús López Morales, La Borrega (+), que me acompañaban de copilotos.

Una tarde, los tres jugábamos dominó en la casa de mis papás en la Calzada Galván, cuando les pregunté si querían ir a Manzanillo a ponerle gasolina al Javelin, a lo cual me contestaron que sí. En aquel tiempo mi papá era presidente de la Junta Federal de Mejoras Materiales, en aquella ciudad y puerto, en la que recibía una dotación de vales que se cambiaban en una gasolinería a la entrada de Manzanillo, de los cuales me proporcionaba una parte de los mismos. Me iba con 1/4 del depósito, lo llenaba y llegaba a Colima con 3/4, ganaba 1/2 tanque, aunque lo principal era manejar y correr, o sea, descargar adrenalina.

Nos subimos los tres al auto y emprendimos el viaje por la carretera libre, la única que había en esa época. Al pasar por las vías del tren, a la salida de Colima, La Borrega dijo en voz alta la hora para medir el tiempo que haríamos hasta la gasolinería. Chucho tenía la particularidad de provocarme, característica que como ya la conocía estaba atento a no caer en el reto que me ponía, a menos que decidiera aceptarlo.

Después del banderazo de salida, aceleré hasta el fondo pasando a gran velocidad por el Campo de Golf Napoleón Ramos Salido y unos metros adelante por la Granja Amalia (entonces propiedad de la familia Sánchez de la Madrid), enfilándome a las curvas de La Salada que eran un verdadero regocijo para tomarlas rápidamente, sin embargo, al agarrar la más cerrada y peligrosa, conocida como “La herradura”, que dibujaba una curva de 180 grados, invadí el carril contrario haciendo que el carro que venía tuviera que salirse a la cuneta para no chocar con el mío. Aminoré el paso por Armería y continué la carrera hasta llegar a la gasolinería. La Borrega volteó a ver su reloj y gritó ¡42 minutos!

Llenamos el tanque del Javelin y nos regresamos a Colima de prisa, aunque a Chucho se le olvidó tomar el tiempo. No supimos cuánto hicimos de vuelta, pero por lo menos fueron 8 ó 10 minutos más que de ida. No hubo sorpresas ni sobresaltos en el retorno, solamente al pasar por la desviación a Caleras vimos dos carros chocados, uno de ellos partido en dos pedazos. Llegamos a mi casa y nos despedimos luego de platicar la pequeña odisea que habíamos realizado, una más de tantas otras.

Por la noche fui con mis papás a cenar a Los Naranjos. Ahí, no sé por qué estuve callado, casi no hablé una palabra.

Al día siguiente, bajé de mi cuarto a desayunar y mi mamá me comentó que mi papá estaba furioso porque Óscar Peralta Mejía, don Antonio Pérez García y José Ignacio Peralta Mejía le platicaron por separado, más temprano, que la tarde anterior me habían visto correr como desaforado por la carretera a Manzanillo, calculando uno de ellos que había ido y regresado a la ciudad y puerto en hora y media. Óscar estaba en el campo de golf, Nacho se encontraba en la Granja Amalia, y don Toño manejaba el auto que por poco saco de la carretera en la curva cerrada de La Salada. Los tres vieron el Javelin de ida, pero Nacho también lo observó de regreso, ya que el tiempo que duró mi travesía, permaneció en la Granja Amalia. En cuanto al accidente mencionado, había fallecido un joven de apellidos Bracamontes Cenizo.

Estaba desayunando cuando llegó mi papá, quien con tono seco y molesto me pidió las llaves del Javelin, mismas que tenía a la mano y le entregué de inmediato. Me regañó por la imprudencia y relacionó mi silencio de la noche anterior con el choque de Caleras, considerando que había caído en shock al haber estado en peligro por correr tanto.

Su reacción inmediata fue la de vender el carro, sin embargo, mi mamá y mi hermano Manuel lo convencieron para que no lo hiciera y me diera una segunda oportunidad.

Dos días después me lo devolvió con un gobernador para que no corriera. Al subirme al auto, lo primero que hice fue dirigirme a la Chevrolet con el maestro Fabián Herrera para pedirle que le quitara el dispositivo, después de platicarle lo que había sucedido y prometerle que no volvería a correr como lo había hecho. Usé el argumento del peligro que significaba el no poder acelerar lo suficiente cuando se me presentara una emergencia. Abrió el cofre y con un desarmador aflojó tres tornillos que sujetaban un émbolo que impedía la aceleración y lo retiró. El maestro Fabián me entregó el mecanismo, le di las gracias y me despedí, abrí la cajuela de guantes y guardé el control de velocidad. El Javelin traía gobernador… pero en la cajuela.