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Sabbath



ARMANDO MARTÍNEZ DE LA ROSA

Amanecer


Sábado 16 de Noviembre de 2019 7:13 am


No hay otra cosa que la belleza errante e inmensa, 

la hermosura desatendida que he procurado 

reunir en mi casa, del gato al árbol gigante, 

porque ella perfuma transidamente todo lo que 

digo. No hay otra cosa que valga la pena. 

Francisco Umbral.

A los costados de la brecha, todavía oscuros los campos de labranza y los potreros baldíos donde crecen en libérrimos, a su antojo, huizaches, quelites y pangüicas, y donde de vez en vez, como a saltos de casualidad, aparecen erguidos en su antigua soledad mojos y parotas en imagen al alto contraste perfilados contra la serranía del fondo.

La madrugada que se dormirá pronto ha traído un viento fresco que, leve como una caricia de romance, pasa por el follaje de los matorrales y toca el rostro para seguir de largo a nadie sabe dónde. Soplo bendito del otoño en una tierra donde los calores marchitarían los infiernos e incinerarían a los diablos. Este aire sutil lo han enviado los ángeles batiendo sus alas de misericordia. No creo en ángeles ni serafines ni dioses, pero hay que agradecerle a alguien, al mito incluso, por estas manos amorosas del clima. 

Avanzamos a baja velocidad. Ninguna prisa nos impele. Ese es otro placer, el de librarse de los apremios del tiempo, cuando se sabe que por mucho que los minutos se acumulen, serán insuficientes para formar el retraso que en la ciudad nos atosiga todos los días.

A tramos, el camino se esconde en la neblina. Es un mantón gris blancuzco que se recarga sobre las paredes oscuras de este paisaje todavía sin luz. Su lento movimiento apenas notable imbuye paz, tranquilidad, como si el mundo y sus torturas hubiesen viajado a otro universo, a soledades siderales lejanas para que el planeta se volviera terso, flotante, casi quieto. ¿A qué seres celestiales habrá que agradecer ahora el envío de esta niebla tímida, delgada, intangible?

Detrás de la altanera sierra, las nubes apacentadas aun más alto, como rebaño de ovejas, exponen su mansedumbre. Avisan que pronto habrá de romper el alba. Uno quisiera que el prólogo del amanecer se alargara en el paisaje, que la oscuridad perdurara y de ella fluyera más paz, más tranquilidad, que todavía volasen raudos y equivocados esos pájaros de la nocturnidad que son los tapacaminos a los que la luz de los faros de la camioneta asusta. Intempestivos, la claridad artificial los levanta deslumbrados de la tibia brecha donde reposan, acaso ateridos por el frío de la madrugada.

A estos pájaros de la noche, los tapacaminos, les han puesto un nombre preciso. Los encontramos posados en el piso del camino. Primero, sus ojos reflejan la luz intensa de la camioneta. En seguida, el ruido del motor los asusta y levantan un vuelo incierto, encandilados. Tienen un rostro que es mezcla de búho y águila, unos ojos que les desbordan los largos, finos bigotes al lado del pico de ave rapaz. La expresión asustada se termina cuando abren la ancha boca por la cual habrán pasado a estas horas pequeños ratones de campo, lagartijas que se desvelaron por última vez, insectos desprevenidos que no volverán a conocer el día nuevo.

Ha subido un poco la claridad detrás de la sierra. Pasan ya las raudas huilotillas en busca de los zacatales donde encontrarán las espigas maduras cuyas semillas les llenarán de vida el buche. Su vuelo les da nombre: zumbadoras. También les llaman piruleras en otras tierras, porque aquí no crecen los pirules de frutos arracimados, árboles de tierras frías que alimentan el canto del zenzontle y los jilgueros, donde los haya.

Llegamos a la entrada del rancho todavía a oscuras. Es momento grato. Se abren los termos del café y se encienden los cigarros. Hay esperas delectables. Esta es una. Ni siquiera es hora de desenfundar las armas y abastecerlas. Aún duermen en la cajuela, sobre las almohadas de las mochilas. Es la hora del silencio, de la contemplación. Eran sabios los monjes que inventaron los maitines para alabar de madrugada a su dios. ¿A quién le cantaría yo que no se ofendiese con mi desafinada voz de barítono destartalado? Se me da el silencio. Y es bueno.

Con las primeras claridades, contemplo la lejana, rugosa, alta, vertical pared de rocas calizas detrás del llano. Cada vez que la veo, me invade el antojo de escalarla. A mí, que casi me paraliza la fobia a las alturas y remarca mi escaso equilibrio, aunque haya pasado, con todo, elevados, angostos senderos de piedra que conducen a donde el venado habita. Al deseo lo modera la razón. Sé que nunca escalaré esa pared ni muchas otras que me llaman.

Relleno la tapa-taza del termo. Si hubiera dioses en el mundo, ellos habrían inventado el café y la madrugada. Enciendo otro cigarro. Con la claridad, comienzan a pasar camionetas pletóricas de mujeres, varones y niños jornaleros rumbo a los campos de labranza. Saludan y los saludamos. Poco después, un tráiler gigantesco que será llenado de papayas para paladares remotos. Intermitentes, campesinos se transportan en motocicletas más viejas que la historia del universo y aún caminan. En una de ellas, un policía solitario, ojeroso desvelado cuyo turno habrá apenas terminado, pasa casi dormido, buscando el sueño que la noche le debe.

Se abre el cielo, se doran las nubes. El tiempo se acerca. Cuando de las faldas de la sierra aparezcan las primeras palomas de alas blancas, estaremos ya a la vera del sorgal, escopeta en mano, la vista puesta en el movimiento de estos pájaros veloces, zigzagueantes. Ahora espero otro rito mío: el aroma del humo del primer disparo.