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ARMANDO MARTÍNEZ DE LA ROSA

Mitos


Sábado 07 de Diciembre de 2019 8:16 am


1.- En torno a la caza y en la fascinante vida rural donde se desarrolla, se han generado muchos mitos. Creíbles, algunos; evidente fantasía, otros. Todos, como fuere, son polémicos, avivan las conversaciones, divierten, ilustran sobre el pensamiento mágico, en ocasiones, y nos dan idea de que en el campo aún se conserva la grata tradición de la plática como ejercicio de la imaginación, sana práctica frente a la frecuente banalidad de la conversación urbana. A los mejores narradores los he escuchado en los pueblos.

A uno de tales mitos me he referido en ocasiones anteriores. Es uno de los más difundidos y polémicos, el de la onza. Aunque hay explicaciones científicas acerca de ese felino, que no es el gigante poderoso de las narraciones, cuando estoy en el campo oyendo esas historias, antes que aparezca el escudriñante raciocino, prefiero escuchar, deleitarme con las historias del enorme gato capaz de tomar entre sus fauces un becerro de 200 kilos, saltar lienzos y escapar rumbo a la noche profunda para, lejos, devorar la presa robada a los humanos. Imagino cómo se escucharía, en medio de la noche serrana, el rugido de un animal capaz de proeza tal.

2.- Tienen algunos venados una piedra en el estómago. Son formaciones minerales que quizá les produce la ingesta de agua de los manantiales de montaña. Se les acumulan hasta que la piedra aparece y crece. Es una joya que vale la pena conservar cuando se le halla.

La leyenda cuenta que el cazador que encuentra una piedra de venado, tendrá cacerías exitosas en lo sucesivo, a condición de llevarla en el morral o la mochila sin sacarla nunca. Llegará el día en que pagará las tiradas prolijas. Dice el mito que finalmente el cazador perderá fortuna cinegética, será confundido con un ciervo y otro cazador lo liquidará.

El mito me recordó uno de antiguos pueblos europeos. Quien pretendiera erigirse rey de una comunidad, debía entrar a lo profundo del bosque, encontrar al rey vigente, asesinarlo y quedarse en su lugar en el mismo bosque, siempre escabulléndose, cuidándose de no ser encontrado por su potencial sucesor, que iría a asesinarlo para a su vez ser rey.

3.- Cuando en cierta ocasión escuché historias de duendes habitantes de bosques de Colima, pensé que me bromeaban. La leyenda se contaba en serio. Seres pequeños, diminutos, aparecían de manera inesperada. Se dejaban ver fugazmente por los humanos. Como todo duende que se respete, los de Colima juegan bromas más o menos pesadas a la gente, si bien ninguna va más allá de la sola diversión.

Se exhiben al pie de grandes mojos, subidos a rocas enormes o a la orilla de arroyos. Nadie supo decirme qué comen, a qué se dedican aparte de la diversión chocarrera y si habitan un sitio fijo o son nómadas. 

Debo confesar que la única figura de baja estatura que he visto en la sierra, fue en una ocasión que bajé de mi puesto a un manantial. Se reflejó en el espejo de agua, cuando me incliné a llenar mi botella de agua pura y fresca. Pero no era un duende, sino el cazador que siempre me acompaña en mis soliloquios en la montaña, mientras espero al venado y al jabalí.

4.- Los apalcuates, serpientes ágiles y astutas, no venenosas, comunes en nuestros campos, hipnotizan a sus presas. Eso cuentan campesinos. Dicen haber visto cómo se colocan en el camino de los tezmos, abren el hocico y con el vaho duermen al pequeño roedor que, sonámbulo ya, se dirige inexorablemente a las fauces de ese mago depredador.

Si bien los apalcuates gozan de mala prensa, la realidad es que son inofensivos a los humanos. Por lo contrario, ayudan a que los roedores no se conviertan en plagas que, sin control natural, destrozarían los campos y arrasarían los bosques.

5.- El cielo de nubes aborregadas que forman un círculo con la opacada luz de la luna, es preludio de un terremoto. En el medio rural, aún se escucha esa conseja. Ignoro el origen, pero se sigue contando con la seguridad de los mitos arraigados.

En tiempos lejanos, cuando Colima era una ciudad pequeñísima, escuché contar ese mito –entre otros muchos– que me maravillaba e impulsaba la imaginación. Hasta ahora, los temblores de tierra siguen siendo impredecibles, pero las historias que dicen probarlo como verdad inapelable subsisten entre los más viejos del mundo rural que mantienen el gusto por narrar leyendas. 

6.-  Me han contado que, ocasionalmente, en el monte aparecen flamas que se observan mejor en las noches más cerradas, que son las preferidas por los cazadores para acechar venado y jabalí en ojos de agua o árboles frutales en privanza que esos bichos procuran para alimentarse.

La leyenda sostiene que esos fuegos espontáneos son indicadores de un tesoro enterrado –oro, plata y joyas–, sea que lo haya ocultado un forajido o fuese obra de los habitantes del Colima prehispánico para protegerlo del saqueo español.

Este mito se vuelve más interesante porque esos fuegos espontáneos sí existen, aunque no den noticias de tesoros, sino de cadáveres putrefactos de animales que al descomponerse emiten gases que se encienden al contacto con el aire. Son compuestos de fósforo, o metano que escapa de lugares pantanosos. Se les llama fuegos fatuos que han sido estudiados por científicos desde el siglo 18.

Así que si alguien busca tesoros, puede ser que no encuentre sino restos de bichos que algún cazador de mala puntería hirió y no fue capaz de cobrarlos.

P.D. A pocos días de comenzar la temporada de venado, tengo asignado cintillo. Digo, por si estaban con el pendiente.