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ARMANDO MARTÍNEZ DE LA ROSA

Caza y lenguaje


Sábado 11 de Enero de 2020 7:52 am


MI compadre C. y yo nos dirigíamos a un cazadero de huilotas. Nuestros habituales compañeros se quedaron en la ciudad a atender asuntos que les impedían salir ese día.

En el camino sostuvimos pláticas sobre tópicos diversos. Viajábamos a velocidad media, pues disponíamos de tiempo suficiente para llegar al sitio de caza antes que los pájaros tomaran rumbo a los comederos. Ya se sabe que la paloma de alas blancas permanece en su dormidero en arboledas a resguardo del frío matinal y no vuela antes de levantarse el sol lo suficiente para calentarla. De ahí acude a beber y luego a alimentarse.

Por cualquier razón, la conversación derivó al uso “correcto” del lenguaje coloquial, el de las pláticas y la comunicación oral diaria entre personas. Mi compadre es muy inteligente y asaz hábil para el trabajo con herramientas; lo mismo repara un ventilador de techo que coloca una instalación eléctrica, embobina impecablemente un motor o desarma y arma una escopeta. Supongo que él cree que soy un experto del lenguaje, una suerte de lingüista empírico, si este oficio existiese. Por supuesto, no lo soy. Pero el lenguaje es mi herramienta fundamental de trabajo y procuro conocerlo en detalles que a otros, tal vez, les parecerían aburridos o intrascendentes, aunque la importancia del conocimiento del idioma es mucha para la vida.

Caímos al uso “correcto” del lenguaje y del habla en particular, luego que me dijo que hace mucho tiempo un gringo que hablaba español les reprochó que los mexicanos no supiésemos hablar nuestra lengua como, según él, sí lo saben los españoles. La primera respuesta al estadounidense sería que, con tal criterio, él y sus paisanos tampoco hablan bien su idioma, si se les compara con los angloparlantes británicos. O que los tejanos son, si por la pronunciación del inglés se les juzgara, unos hotentotes ante el tono de los hablantes del noreste de Estados Unidos.

La lengua la hacen los hablantes. Nadie gobierna el idioma, sino el uso. La Real Academia de la Lengua Española y sus pares de los países hispanohablantes no rigen el español; sólo recomiendan cuál es el uso más adecuado y tampoco es un mandato. Lenguajes como el nuestro tienen un futuro largo y promisorio. El español lo hablamos y escribimos más de 400 millones de personas en más de 20 países. En cada nación, hay variantes del uso y todas son legítimas. 

Hay quienes se quejan, por ejemplo, de la dificultad de entender el habla cubana, la madrileña o la andaluz, a pesar de ser nuestro idioma mismo. Los hablantes de esas variantes del español podrían quejarse, por contraparte, al escuchar hablar a mexicanos, panameños o argentinos, pongamos por caso. Los tonos varían por la geografía, el uso, el acto de nombrar personas y cosas, el entorno cultural, la realidad circundante –que para eso son los idiomas– y la influencia de otras lenguas y culturas. En el sur de España se entiende perfectamente la palabra gachís (mujer), de origen gitano; pero no comprenderían a qué se refiere un mexicano cuando dice huitlacoche, epazote o, si fuese colimense, esquilín.

Cuando se habla entre cazadores, bien se entiende cuando nos referimos a un venado horquetillo, incomprensible el concepto para un lego. Horquetillo es un ciervo cuyas astas son dos largas que forman una horqueta es su cabeza, para diferenciarlo de otros que las tienen de más puntas. También se le nombra aleznillo, porque las astas semejan leznas, herramientas de punta fina que usan los zapateros remendones. O el tiempo de la brama (de las venadas en celo). O cuando se dice “cacé una cuarra”, esto es, una chachalaca. Tampoco se entendería que el jabalí tiene un ombligo en el lomo, que no es tal, pero un cazador sabe a qué se refiere su interlocutor. Todas las aficiones tienen su propia jerga que permite una comunicación fluida. Y son usos válidos de la lengua, cuya función primordial es comunicar.

Ha creado la cinegética, por necesidad, términos que le son propios, afianzados por el uso. Es probable que fuera de ese ambiente, no se entiendan, lo cual no le resta legitimidad. Un ejemplo más: “Estaba en la hamaca, en un carretero, cuando apareció uno de seis puntas que me venteó, me chifló y se regresó como de rayo a su querencia. No me dio tiempo ni de encarar”. Esa breve narración la entenderá con naturalidad un cazador, pero será un galimatías para un lego. Significa que el tirador colgó su hamaca en un árbol llamado carretero. El de seis puntas es un venado viejo y grande, a juzgar por el número de astas. Percibió el olor del cazador –lo venteó–, chifló (resopló por la nariz) sorprendido por el peligro, recurso de los ciervos para alertar a sus congéneres. Regresó a su querencia, esto es, al lugar de donde venía y se siente seguro. Y tan rápido que no dio tiempo de encarar, o sea, levantar el arma, colocar la culata en la mejilla, apuntar y disparar.

Los cazadores de otras regiones de México, los de otros países hispanohablantes, tienen sus propias variantes idiomáticas para referir los mismos hechos. Algunos términos son iguales o similares; otros, bien diferentes. Todos son válidos, legítimos, porque son producto del uso del idioma. Lo importante es que comunican. La lengua, insisto, la hacen sus hablantes.