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ARMANDO MARTÍNEZ DE LA ROSA
Ya sé que no aplauden
Sábado 18 de Enero de 2020 8:10 am
DE vez en vez, un cazador se enfrenta a la dificultad de un disparo extraordinario. Más allá del tiro común, por supuesto el más frecuente, se presentan ocasiones especiales de hacer fuego. Sea por una distancia larga, la aparición sorpresiva de la presa, la involuntaria colocación inadecuada del tirador, el movimiento a alta velocidad del animal u otras condicionantes, en tales circunstancias las probabilidades de acierto son bajas. Contra esos factores adversos, el disparo resulta certero. Y es diferente a la chiripa. Si hay compañeros alrededor, testigos de la proeza, expresarán admiración y felicitarán al riflero o escopetero, según sea el arma usada. Tampoco será un efluvio de aplausos. Un reconocimiento claro basta y adelante. No porque le regateen el mérito, pues son quienes mejor evalúan la acción porque conocen el grado de dificultad superado, sino porque en la cacería es inusual el aplauso. La parquedad es parte del rito. El tirador es consciente de lo que acaba de hacer. Su mejor premio es la satisfacción interior, y esa sí es grande, tanto que se guarda en la memoria para siempre. Todo cazador tiene, inmarcesibles en el archivo de los recuerdos, sus mejores tiros. Aunque se salga en grupo, la cacería es casi siempre un acto en solitario, que no es lo mismo que en soledad. Eso es parte de la belleza de la cinegética: La capacidad de un individuo de resolver, en un instante, los problemas que plantea una circunstancia imprevisible. Rara vez, los lances son iguales, aunque se parezcan unos a otros. Y en cada ocasión, el desenlace depende de la decisión que se tome un nanosegundo antes de apretar el gatillo. Ciertas partidas cinegéticas demandan gran esfuerzo físico. Por lo general, se trata de resistencia más que velocidad. Se caminan largos trayectos, en senderos abruptos; y días hay en que se debe desbrozar el monte cerrado para avanzar. O sortear lodazales, trepar sobre terreno rocoso, escalar, descender por laderas empinadas sobre tierra suelta. Y, por si fuera poco, cargando mochila y arma. Nadie más que los propios cazadores valoran el esfuerzo. Nadie ajeno observa ni alienta. No se está en un estadio. Esa es otra de las características del acto de la caza: El aliento a proseguir contra toda adversidad y agotamiento, proviene de uno mismo, del interior, de la convicción de que se debe llegar a determinado sitio donde estará el venado grande, el jabalí soñado. Adicional a la capacidad de resistencia, la fuerza principal proviene del espíritu. Sin ánimo, no hay buen resultado. Ausente el espacio al desfallecimiento, se permite un descanso en el trayecto; dos más, si la exigencia del terreno es mayor. Nadie se vence. Hay un punto de llegada. La mente impulsa cuando el cansancio lastra. Sucede en ocasiones que el animal resiste mucho y, tras el disparo, aun siendo fatal, corre al monte, se pierde a la vista humana. Entonces, es obligación buscar y encontrar. No importa cuánto tiempo se dedique o, dado el caso, se ha de volver al día siguiente incluso con ayuda de perros rastreadores. No se deja un animal herido o, ya muerto, perdido. Es precepto de la ética cinegética. Aquí no hay espectadores, nada del entorno semeja un estadio o siquiera una cancha de barrio, ni hay transmisión televisiva, ni la prensa está expectante de ver cómo transcurre la jornada y cuál sea el resultado. Tampoco hay porras ni árbitros. En la estética de la cinegética, el acto en solitario es punto nodal de su belleza. El cazador no demanda reconocimiento. Se concentra en su momento, en la búsqueda de la oportunidad de tirar. Para eso se ha preparado mentalmente toda la semana o desde mucho tiempo atrás. Ha planeado y ha imaginado los escenarios rústicos donde se encontrará con el ciervo, el jabalí o la presa menor. Aun más, los espectadores le estorbarían, interferirían entre su silencio y la presa, entre su gusto íntimo y el esfuerzo por satisfacerlo. El cazador busca la satisfacción interior que proviene de su esfuerzo personalísimo, que sólo él conoce con exactitud. Cuando su ánimo llega a ese punto, sobreviene la paz consigo mismo. Entonces, se da al reposo, al recuento de la jornada, mira en retrospectiva todo cuando ha tenido que hacer por el sólo gusto de hacerlo, sin esperar que nadie se lo reconozca. Como dijo aquel a quien nadie extraña: Ya sé que aquí no aplauden. En cambio, sí hay premio: La serenidad interna que arriba después de culminar una partida, se haya abatido bicho o no. El retorno a casa es tranquilo. Volver al confort del hogar culmina el rito. Y a esperar la próxima.