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Malas compañías



MARIO ALBERTO SOLÍS ESPINOSA

Sociedad feminicida


Miércoles 19 de Febrero de 2020 7:04 am


DOLOROSOS y trágicos, por decir lo menos, resultan los últimos episodios de la violencia feminicida en México. Una expresión terrible de la descomposición social e institucional que desde hace años permea todos los aspectos de la vida cotidiana en nuestro país.

Los crímenes de Ingrid Escamilla y de la niña Fátima, son el culmen de la violencia ejercida contra las mujeres, un fenómeno cotidiano que no hemos querido enfrentar y en el que todos, desde autoridades hasta padres de familia tenemos nuestra parte de responsabilidad.

Conmocionados por los casos más recientes, pretendemos soslayar que, en mayor o menor medida, hemos prohijado esa violencia de género cada vez más virulenta, al reproducir conductas, estereotipos y normas que otorgan roles desiguales a quienes deberían convivir en equidad.

Somos una sociedad feminicida, hay que decirlo con todas sus letras, sin buscar responsabilizar al Estado de todos nuestros males. Los monstruos que asesinan, mutilan y violan son producto de la normalización de la violencia en la que todos resultamos cómplices.

Los asesinos tuvieron padres, hermanos, un origen y un hogar, no son una generación espontánea de criminales, sino el resultado y producto de una sociedad que ofrece impunidad, cobijo y hasta protección a quien ejerce violencia contra las mujeres.

En ese sentido, cabe exigir a los gobernantes acciones contundentes contra la violencia de género, pero antes, tendremos que reconocernos como parte del problema, es decir que no somos meros espectadores horrorizados, sino partícipes del horror.

A las autoridades de todos los niveles hay que reclamarles su incapacidad para comprender un problema que va en aumento, su escasa empatía con las víctimas y con un sector agraviado que, con justa razón, tiene que radicalizarse para hacerse escuchar.

De principio a fin, la administración federal que encabeza el presidente Andrés Manuel López Obrador ha equivocado la reacción en torno a los feminicidios de Ingrid y Fátima. No ha sido capaz de fijar una postura contundente y establecer compromisos claros.

Su diatriba contra regímenes anteriores ni remotamente sirve a un amplio segmento de la población que está en riesgo permanente de ser violada o asesinada por ser mujer, ser niña y vivir en un país que ni siquiera le garantiza la vida, ya no digamos el bienestar.

La posición de Andrés Manuel López Obrador, superficial y ofensiva, en nada responde a la emergencia que representa el asesinato de 10 mujeres cada día. Ya resulta exasperante que en un país donde lo normal es matar y descuartizar a las víctimas, no podamos dejar de hablar de liberales y conservadores.

En Colima, el silencio omiso del gobierno estatal y los municipales no hace más que profundizar una problemática que se ha invisibilizado; la entidad tiene la tasa más alta de homicidios dolosos de mujeres en el país; además de que las cifras de feminicidios no son confiables, pues los registros no corresponden con los casos consignados en los medios no oficiales.

Como ejemplo de la indolencia gubernamental, está el hecho de que en municipios con una Alerta por Violencia de Género vigente desde 2017, como Villa de Álvarez y Colima, no se ha ejercido ni un peso extraordinario para mejorar las condiciones en que viven las mujeres.

Esa indolencia criminal de las instituciones, aunada a los cánones sociales que perpetúan un heteropatriarcado violento e irracional, generan las condiciones de violencia que ahora padecemos, y que será muy difícil revertir si no somos capaces de asumirnos como parte del problema y no comenzamos a tomar medidas extraordinarias.


BREVE HISTORIA PARA CAMILA


Pensé mucho en escribir esta columna o no hacerlo. Hay quienes señalan que sólo una mujer es capaz de dimensionar la problemática que enfrenta su sector. Finalmente lo hice porque cada que un feminicidio nos cimbra, pienso en las mujeres que a mi alrededor, principalmente mi hija, aspiran a una sociedad igualitaria, donde puedan desarrollar todas sus capacidades sin temor a ser agredidas por decir lo que piensan o comportarse como mejor les parezca.