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Sabbath



ARMANDO MARTÍNEZ DE LA ROSA

Canción con venado


Sábado 21 de Marzo de 2020 10:05 am


ENFRENTE, el monte reseco, donde el viento resonaba las vainas de los tepemezquites como cascabeles de serpiente enfurecida, mostraba senderos y veredas por las que bajarían, si esa tarde la suerte del cielo estuviese del lado del tirador, venados y jabalíes.

Un silbido sin temor, pletórico de duda, de dos resoplidos cortos, sin escándalo, me avisaron del merodeo de un ciervo. No lo vi. Si escapó, debió de irse, supuse, a paso lento, levitando entre rocas, troncos, matorrales y ramas caídas, de esas que finalmente el tiempo y el aire derrotan. También pudo repecharse en uno de tantos recovecos de la falda del cerro que los bichos conocen como uno su casa. Reposaría para, cubierto con el mantón de la oscurana, bajar a beber al ojo de agua. Permanecí quieto, silente. Eran las cuatro de la tarde y el sol de finales del invierno -o eso que en Colima llamamos invierno y por cuya temperatura ambiental mejor debiéramos cambiarle una sola letra para nombrarlo infierno- todavía torturaba al mundo.

Pensé en comer, pero hambre no tenía. Con solamente el desayuno antes de salir de casa, me era suficiente. Nunca me he explicado la razón de que mientras permanezco en el baluarte en ocasiones hasta por más de veinte horas, el hambre se destierre y me basten café, agua y un puñado de almendras, nueces, pasas y arándanos deshidratados. Aunque ya de regreso, en el confort del hogar, me desayune en abundancia, cuando la gana de comer reaparece y reclama compensaciones.

Seguí sentado, oculto tras el baluarte de ramas y follaje construido al llegar. Suficiente para desaparecer a la vista de las reses y los pecaríes, y pensado para que al momento de la oportunidad de disparo quede el tirador libre de medio cuerpo hacia arriba, para encarar la escopeta con facilidad y sin roce de ramas, sin ruido alguno antes del fogonazo.

Como había decidido desde tiempo atrás suprimir un libro para la lectura mientras transcurre la espera, no tenía más que mis propios pensamientos para formar laberintos mentales con qué entretenerme aparte de la observación del monte y sus criaturas, sobre todo pájaros y ardillas. Cierto día, una pareja de tezmos me hizo reír con el inocente espectáculo del frenesí de su amor. Puestos ambos bichos sobre una piedra, se entregaron al desenfreno de la perpetuación de su especie. Lamenté que estuviesen a suficiente distancia de modo que la cámara de mi celular no los captaría en video. Hechos tales ayudan a soportar la prolongada espera.

Ese día, confiaba yo en que el venado aparecería temprano y nos permitiría a mis amigos y a mí un pronto retorno a casa, en lugar de pasar día y noche, largas horas, cada uno en su cazadero, expectantes del arribo de la presa, siempre incierta, evasiva, silente como un ánima tímida que se escabulle a la mirada de los vivos.

Y entonces se me ocurrió una tontería. Decidí cantar, con un susurro levísimo, audible sólo para mí, una vieja canción vernácula que me gusta mucho, sobre todo cuando la interpreta Luis Pérez Meza con el agradable tono fresco y abierto de los sinaloenses, El venadito. Comienza así: “Soy un pobre venadito/ que habita en la serranía./ Como no soy tan mansito,/ no bajo al agua de día,/ de noche poquito a poco/ y a tus brazos, vida mía”.

Cuando recordé la tonadilla, también me vino a la memoria una entrevista al entonces controvertido gobernador de Guerrero, Rubén Figueroa, el viejo cacique al que secuestró el guerrillero Lucio Cabañas. Al terminar la entrevista en grupo -vino el hombre al informe de gobierno de Griselda Álvarez-, una colega novata le preguntó cómo se llamaba. Figueroa sonrió, como descreído de que la reportera no lo identificara. Y le respondió: “Soy un pobre venadito/ que habita en la serranía”. Soltó una carcajada y se retiró.

Ni afecto a las cábalas ni mucho menos supersticioso, me concedí la licencia de susurrar la tonadilla para invocar al venado. Sonreía de mi propia ocurrencia. Y ahí estoy, cantando a bajísima voz El venadito, para que el bicho real apareciera. Apenas estaba en la segunda estrofa cuando vi, a lo lejos, una piedra al pie de un árbol que se me figuró medio cuerpo de ciervo. -¿Tantas son mis ganas de ver uno?- pensé. Continué observando. Y mi imaginación vio un pájaro saltando sobre la roca-venado. Y en seguida, de la piedra salía una pata golpeando el suelo, como los ciervos cuando presienten peligro. Me quité los lentes y me restregué los ojos. Volví a mirar. Se movió la roca. ¡Y sí era un venado! El “pájaro” que imaginé eran sus orejas moviéndose y la pata sí era pata. La vista engaña. Dudaba el astado entre bajar y escapar. De pronto, caminó y lentamente subió la cuesta. Estaría a unos 70 metros. Dudé en disparar porque había ramas y troncos en el trayecto de los perdigones.

Avanzó unos diez metros arriba. Por dos segundos, lo vi completo, levantando con parsimonia la blanca cola. Grande, mucho, majestuoso, amplias astas, como difícilmente se ve uno en el monte. Encaré el arma y de inmediato desistí. Temí, por la lejanía, sólo herirlo. Eran las 5 de la tarde. -Volverás, tu sed te traerá de nuevo al oscurecer- dije. No volvió. Recordé otro de los versos de El venadito: “Quisiera ser perla fina/ de la corona de España,/ No te vayas al color/ que también la vista engaña,/ lo trigueño es lo mejor,/ que lo blanco tiene maña”.