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SERGIO BRICEÑO GONZÁLEZ

Venganza del preámbrico


Martes 24 de Marzo de 2020 8:05 am


LAS pruebas del Covid-19 cuestan 3 mil 900 pesos en los laboratorios Olarte y Akle, que enviaron a todos sus potenciales clientes una pequeña promoción en la que, previa solicitud médica, una persona puede acudir al domicilio del sospechoso de contagio a recabar la prueba y analizarla. Pero si la familia consta de 10 miembros la suma asciende a 39 mil pesos. Inalcanzable para un clan cuyos ingresos medios no superan los 15 mil al mes, o menos. Y todavía con menores posibilidades de ser práctico si consideramos la posibilidad de que, como lo señalan los estudiosos de Scotiabank Inverlat, la economía se contraiga 5.7 por ciento, un fenómeno pocas veces visto en el sistema económico mundial.

Por eso dudo al leer acerca de las posibilidades de un complot, de que estemos en medio de una mascarada o ardid capaz de hacer quemar la casa propia con tal de ver arder la del vecino. En esas circunstancias no cabe más que aceptar que estamos en un periodo de gobiernos suicidas, pues de otra manera no entenderíamos por qué alguien sería capaz de soltar un virus que mataría a su enemigo pero también a sí mismo. En ninguna cabeza cabría un pensamiento de esta laya y menos aún en un equilibrio natural tan precario como el que estamos atravesando.

Y esa transportabilidad de lo corpóreo, terreno donde ya lo dijeron Deleuze y Foucault, batallan las grandes corporaciones como si nuestra carne, sangre, huesos y linfas fueran suyas, esa capacidad de convertir desde la piel hasta el sexo en zonas de combate para las ideologías y los sistemas políticos, es lo que hoy está en disputa. Ante la eventualidad, ese bucle que aparece a cada tanto según Nassim Nicholas Taleb o el principio de incertidumbre con todo y gato de Schrödinger, hay poco o nada qué hacer. Incluso si sabemos que el virus brotó primero en el norte de Italia, en esa Lombardía hoy clausurada geográfica y espiritualmente por los dadores de salud y prevención, que ni lo uno ni lo otro han podido dar hasta ahora, incluso así tendríamos que prometernos a nosotros mismos que nunca más jugaremos con la sombra que somos, con esa otra naturaleza que nos ocupa y de la cual provenimos.

Somos ese “ser viviente” que “amenaza y resiste esos mismos dispositivos de sujeción”, pero, ¿en qué momento se rompió esa “vivencialidad” personal para pasar a ser un reclamo a tales dispositivos que nos conducen y orientan hacia el consumo y otras veleidades del mundo moderno? No coincidimos con nuestro cuerpo y ese es el problema, por eso nos volvemos “línea de desfiguración, de anomalía, de producción y de resistencia contra las producciones normativas de subjetividad y comunidad”, como lo anotan Gabriel Giorgi y Fermín Rodríguez en su libro Excesos de vida, un viaje posmo en torno a las mentes más lúcidas, esas que más se han ocupado en entender lo que somos y cómo somos frente a la gubernamentalidad foucaultiana: “El hombre moderno es un animal en cuya política está puesta en entredicho su vida de ser viviente”.

¿Y cuál es ahora, frente a la crisis precámbrica, nuestra condición de “seres vivientes”?, ¿hasta qué punto estamos viviendo nuestra vida, la que nos correspondía, esa a la cual teníamos derecho pero nos fue arrebatado por el sistema? Y digo precámbrica porque es la etapa en la que surgieron los virus, esos a quienes Joshua Lederberg considera la única amenaza seria al “predominio del hombre en el planeta”.

Somos víctimas de lo minúsculo, como aquella saga entre cícadas y hormigas y catarinas que escribiera Thomas Szabo, y llevara a la animación Hélène Giraud, o como si ahora, de repente, pudiésemos encarnar lo experimentado por aquel científico loco entre cuyas capacidades se encontraba la de eliminar plagas porque él era hábil en “hablar” con los artrópodos, según el cuento “Hans y los insectos”, de Agustín de Foxá. Nuestra idea del mundo no contempla a lo pequeño, no lo hace partícipe, no lo mete al juego porque el tamaño, en este sentido, “sí importa”. Y lo que vemos es esa venganza de lo cuántico, de lo invisible, de esos que habitan en una zona indefinible de la vida y la muerte, como los virus, ante cuyo poder cualquier poder humano es, literalmente, insignificante.