Sabbath
ARMANDO MARTÍNEZ DE LA ROSA
Días de guardar
Sábado 28 de Marzo de 2020 7:43 am
COMO estoque de matar, el sol empuja su luz fiera sobre el morro del monte. Cala hondo, sin tocar hueso. Se reseca el mundo. Con el viento, danzan las vainas y cantan las semillas, simiente a punto
de estallar para caer en el azar de la vida para germinar un día, o para ser
comida de pájaros, roedores e insectos, o para descomponerse y nutrir el suelo
de que se alimentó el árbol que la arrojó. Hay que escuchar este coro agudo de vainas de tepemezquite, de coral, de
palo fierro, las meozzosoprani cuyo tono contrasta con los de barítono
que entona el pesado orfeón del follaje perenne de mojos, carreteros y capires,
que andan por ahí regalando sombra a los atormentados bichos que se refugian
bajo su follaje en las peores horas del incendio diurno. Después de comer y
beber, las palomas barranqueñas trepan a las ramas medias, en el umbrío, a
espulgarse, aliñarse el plumaje y sestear, siempre el oído atento a las
proximidades. Como ahora a nosotros, las espanta la demasiada cercanía. Nos han dicho que los de ahora son días de guardar. Días, semanas de
aislarse, de encierro en casa, para mantenerse alejado del virus que no salta
más de dos metros expulsado por el estornudo y que vive muchas horas sobre
metal y plástico, y menos sobre otros materiales, pero suficientes para
recogerlo, infectarse y trastocarse la vida incluso hasta perderla. Eso nos han
dicho. Y acá, arriba, en la montaña, el aislamiento es mucho y bueno. Que son
pocos los locos que entran a estas veredas angostas, que andan por estas
cuestas sudoríferas, por estas escaladas de piedras alisadas por el agua, el
viento y los siglos pacientes, por estos senderos donde acechan invisibles -al
modo de los virus- zarzahuates, garrapatas, güinas y otros monstruos diminutos
cuya principal ocupación es beberse la sangre de los alienígenas –los seres
raros que para ellos somos– que ascendemos nada más porque nos da la gana
ascender y encontramos en el agotamiento físico un placer solitario que ni
demanda aplausos ni necesita públicos. Que esto no es futbol ni concierto. Aquí
viene uno a aplaudirle al alma y a las piernas, claro, porque el trabajo es
casi todo de ellas. Son otros los beneficiarios, como los pulmones, que se llenan una y otra
vez de un aire que se va de aquí pero regresa pronto, porque sólo aquí es feliz
y libre, donde sus juegos de tumbar hojas, partir ramas y erosionar el mundo,
de imitar voces de espíritus platicadores, lo divierten. Creo que el aire de
ahora, el de este momento, es el mismo que había por la mañana, cuando
comenzaba el ascenso, y el mismo que por la tarde sacudirá el dosel de un
bosque inquieto, y el mismo que pasará como serpiente jocosa entre troncos y
rocas y sobre la superficie de los ojos de agua. El mismo que llena los
pulmones de pura transparencia. Y también los ojos. Porque también para eso se sube, para ver. Desde esta
altura, que tampoco es tanta, menos de un kilómetro sobre el nivel medio del
mar, los ojos aprenden de nuevo a mirar. Ojos urbanos aquí no sirven. Aquí se
entrenan distinguiendo una docena de tonos en el tronco del huizache al que la
vista citadina llamaría “gris”, así nada más, como si de una plasta se tratara
y no de los colores y tonos que han pintado sobre este tallo el tiempo y la
vida. Ojos que han de entrenarse para reconocer más de veinte tonos de verde
que, al descuidado, le parecen “verde oscuro” o “verde claro”, y para de
percibir, no da más. Así como hay que observar cuántas especies de hormigas faenan por un
territorio que, supongo sólo por suponer, les ha de parecer inmenso. Si se lo
plantearan, ¿dirían acaso que la tierra es plana? Transitan entre hojas y
guijarros al menos diez especies de hormigas (esquiles, se diría en náhuatl, de
donde viene el colimotismo esquilines). A eso vengo, a aislarme, a respirar, a cansarme de andar, ascender y
descender. A llenarme la vista de contemplaciones de la vida pequeña, mínima,
tanto como de la mayor, como ese mojo que, como torero caro, se alza en un
desplante unos 50 metros desde el suelo. Y vengo a beber del agua traslúcida de
los amiales semiocultos, abrevaderos de la fauna que aquí ha erigido su mundo,
con sus reglas y sus destinos. Me será permitido hipnotizarme con las piedras
que yacen en el fondo de este breve estanque, distraerme con el vibrato de las
mariposas que vienen por humedad y beber dos o tres tragos casi microscópicos
con su longa lengua, para recordarme uno de mis libros favoritos, La lengua
de las mariposas, de Manuel Rivas, que leería muchas veces más después de
las muchas que lo he leído. Más allá del deleite de la observación, del relajamiento de las
contemplaciones, también se va a esperar el venado. De eso se trata para el
venador. Y es la tarde, las seis para ser precisos, con unos pocos minutos. Y
llega. Y se cumple el ciclo inevitable de la vida.
De regreso, son días de guardar, como antes, cuando las Cuaresmas eran
tales y los días santos medio purificaban por lo menos. Días de guardar, estos,
porque un microscópico bicho, un virus, nos ha puesto ante el pelotón de
fusilamiento. El ciclo inevitable de la vida.