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Despacho político



ARMANDO MARTÍNEZ DE LA ROSA


Viernes 15 de Mayo de 2020 7:34 am


1.- Jornadas de miedo son los días que corren. El miedo al contagio, a enfermar, a morir, a que la víctima sea uno mismo o alguien cercano y querido. Miedo a la forma peculiar, cruel, de quienes fallecen en soledad forzada por la clínica. A un funeral despoblado, uno de lejanas lágrimas. Y antes, al doloroso lapso que desemboca en el deceso.

Hemos vivido, casi todos, rodeados de gente querida y a la que amamos. Los escollos de la vida los hemos pasado en condición de acompañantes y acompañados, en la solidaridad casi natural, en el ámbito de nuestras cercanías cotidianas. Sin importar su pasado tribal, su posición en el clan, quien muere por el virus, pasará los días finales en el retiro obligado, asistido, en el mejor de los casos, por médicos y enfermeras, a merced de si aparatos y medicamentos doblegan al bicho.

Si el miedo a morir es natural, esta circunstancia añade una dosis más: la forma del fallecimiento, el dolor del trayecto, una sentencia que difícilmente se asume evitable en el terror del diagnóstico.

2.- De varios atuendos se viste el temor. La negación es uno. Convencerse de que estamos ante una gran simulación mundial, coloca a quien así piensa una barrera imaginaria, su mascarilla de ilusión. Si nos encontramos en una pantomima, en el montaje de una farsa, la consecuencia lógica es que el contagio no me toca a mí ni a quienes amo. Escudo mágico, retorno al pensamiento primitivo que conjuraba el peligro negándolo, y en casos extremos, apaciguando la furia de los dioses con sangre, flores, danzas, plegarias y cantos. 

Nos pone el virus en la urgencia de decidir cómo conocemos la realidad. En el dilema de los filósofos pragmáticos como Hume y Locke, cuya tesis –permítame usted simplificarla hasta la vulgaridad– sostiene que sólo se conoce cuanto entra por los sentidos; o la ciencia contemporánea, una rama, al menos, que admite la existencia cierta de hasta realidades imposibles de ver, pero demostrables mediante modelos matemáticos, como las partículas subatómicas cuya posición es imposible fijar y que, sin embargo, determinan la vida visible y experimentable.

Como fuere, al virus sí podemos verlo mediante aparatos que lo amplifican y permiten conocerlo, desentrañarlo y saber su composición para desintegrarlo, más allá de la polémica sobre si es una entidad biológica o una forma intermedia de la materia.

3.- Imperceptible a simple vista, el bicho –por así llamarlo– deja trágica, dolorosa constancia de su letalidad. Capaz de invadir a un organismo vivo hasta destruirlo, también lo es de derrumbar la economía de los hombres mientras no se encuentre una cura o una vacuna que nos inmunice. Sabemos de su ser por sus consecuencias. Lo mismo mata, aceptemos o no su existencia.

A la soberbia de los tiempos nuestros, se le ha antepuesto una formación de ácido ribonucleico (ARN) que necesita de células vivas ajenas para replicarse porque carece de las propias. Parásito irruptivo, demoledor, implacable, el virus posee tan elemental consistencia que se desintegra con jabón y comienza a desmoronarse a 40 grados centígrados.

En tanto, nos ha devuelto a la circunstancia de la Edad Media, cuando la mejor prevención era el aislamiento. A ese grado queda subsumida la arrogancia humana del Siglo 21 que había fincado esperanzas en quienes creen que el tiempo por sí mismo cambia las cosas para bien, más allá de la inteligencia y la voluntad del hombre.

4.- Estremecedor ejemplo de la más rotunda soledad, lo asumo, ha sido el caso del fallecimiento de un hombre en las calles del centro de la Ciudad de México. Recostado en junto a una puerta, en el quicio de un edificio virreinal construido los días del esplendor de oro y plata de la Nueva España, un indigente informó a transeúntes que le dolía el pecho y no podía respirar. Lo oyeron toser, el último testimonio de su vida y de su historia que sólo él conocía, la que lo llevó a la errancia al amparo de la vía pública, a los rincones anónimos de la noche y a plantar cara a la indiferencia de los siempre ocupados en sus propios asuntos, apresurados temerosos de su propia suerte que les impide observar la ajena. Como él, miles vagan y divagan en su propia desgracia, cargando una, dos, tres bolsas con los triques de sus rudimentarias posesiones.

5.- Nada va a cambiar. Ni futuro diferente ni nuevas normalidades. Estridente, el gran sofisma anuncia la modificación del mundo. Más de lo mismo nos espera cuando la pandemia pase. Para decirlo con la copla (La fiesta) de Serrat, después de la fugazmente igualadora orgía de la noche de San Juan (24 de junio, por coincidencia): “Y con la resaca a cuestas/ vuelve el pobre a su pobreza,/ vuelve el rico a su riqueza/ y el señor cura a sus misas./ Se despertó el bien y el mal/ la zorra pobre al portal,/ la zorra rica al rosal, y el avaro a las divisas”.

Cuando las puertas se abran en definitiva, el mundo será de nuevo la orgía del dinero y el egoísmo. ¿O de veras alguien espera un cambio mágico?