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Tiempo fuera



HÉCTOR SÁNCHEZ DE LA MADRID

De El Cóbano a Ticuisitán


Miércoles 20 de Mayo de 2020 7:38 am


APRENDÍ a montar a caballo en 1957, a la edad de 7 años, en la Granja Amalia, un predio de 75 hectáreas, frente al Campo de Golf Napoleón Ramos Salido, a 2 kilómetros de la ciudad de Colima. Mi papá se lo había comprado a su estimado compadre Román Mendoza Torres, por segunda ocasión, ya que a principios de los 50 tuvo que venderlo por haberle ido mal en la siembra de algodón en el Banco de Jicotán, Juan Pedro y la propia granja.

Como no podía ensillar al corcel, por mi complexión y estatura, montaba a pelo, tanto por la razón expuesta como porque el lomo del animal es más cómodo que la dura y rígida silla de montar, además de que en ese tiempo, estaban de moda las películas de tejanos en las que los indios cabalgaban de igual forma, así que yo quería hacer lo mismo que ellos. Lo único incómodo era el sudor del cuádrupedo.

A partir de entonces montaba casi a diario, por lo que me convertí en un experto jinete, no solamente por el manejo del equino sino por el conocimiento que se adquiere para entender su instinto y dominarlo mejor. El caballo es uno de los animales más inteligentes de la naturaleza, tanto que algunos se dan cuenta de inmediato si la o el que trae arriba es un experto o un “maleta”.

Vivíamos en Degollado #118, cuando mi papá le compró a J. Inés Espinosa Ballesteros, El Melón, un caballo bayo, fuerte, de buena alzada, al que le puso “El Galán”, en el que nos enseñamos a montar mi hermana Adriana, mis hermanos Manuel y Jaime, así como yo. El corcel era manso, con brío oculto y buena rienda, así que a toda la familia Sánchez de la Madrid, incluidos mi papá y mi mamá, nos gustaba cabalgar en “El Galán”.

En 1961 dejamos nuestro domicilio para cambiarnos a una casa en Rey de Colimán, en donde vivimos un poco más de un año, para de ahí mudarnos a la Hacienda de El Cóbano, donde permanecimos alrededor de 2 años gozando de un excelente clima y la apacible vida de rancho en la que a unos cuantos metros de la enorme casona se encontraban las caballerizas y el establo con alrededor de 100 vacas de registro, Holstein, más conocidas como holandesas.

Mis mejores recuerdos son de esa época, por la convivencia familiar y el entorno que me permitía pasear a caballo con mis papás y mis hermanos, al menos una vez a la semana, así como echarme clavados en un río a escasos 200 metros de la Hacienda o subirme a los árboles con los amigos que hice ahí, originarios de ese lugar. Tener los caballos y las vacas a pocos metros de distancia de mi cuarto me provocaba una emoción especial.

De niño y adolescente fui afecto a tener todo tipo de animales, sin embargo, fue en El Cóbano cuando tuve más mascotas, pues además de caballos y vacas, tenía perros, chivos, borregos, venados, burros, gallinas, guajolotes, patos, gansos, un pichichi que me regaló mi hermano Jaime por no decirles a mis papás que me había pegado un coscorrón y una changa mono araña (Cuca) que me regaló mi hermano Manuel, la cual cuando se soltaba se subía al tejado y caminaba oronda por la cumbrera.

Al año y medio de vivir en El Cóbano, mi papá le rentó el rancho Ticuisitán a don Rodolfo Morales, por el rumbo de Tepames, al costarle muy caro tener las vacas en establo, decidiendo que se llevaran las cerca de 100 reses por la cuneta de la carretera a Colima, cruzar la Calzada Pedro A. Galván, doblar a La Estancia, pasar por Cardona y tomar las veredas hasta llegar a Ticuisitán por la parte de atrás. Se atravesarían el río El Salado y otros riachuelos.

La salida sería a las 7 de la mañana. Cinco o seis jinetes a caballo, Jaime, mi hermano, como responsable, arrearían las vacas de un jalón de un rancho al otro. Mis papás me dieron permiso para hacer la travesía, para lo cual una empleada doméstica tocaría a la puerta de mi cuarto a las 6 de la mañana, tomarme un breve tiempo para despabilarme, vestirme y estar a tiempo para realizar la jornada.

Al día siguiente, al abrir los ojos (se le olvidó despertarme), veo las manecillas del reloj que marcaban las 8 de la mañana, me levanto rápidamente, me visto y salgo al corral para confirmar que el ganado y los jinetes habían salido una hora antes, así que monto a pelo a “El Galán” y tomo la carretera a Colima a medio galope, cuidando que el equino no se resbalara con las herraduras en el asfalto, paso por El Parián, cruzo El Trapiche y después de alrededor de 20 minutos llego a la entonces Glorieta de la Penal, la rodeo y observo el hato que cubría ese tramo hasta La Piedra Lisa, modero el trote y me incorporo al grupo de arrieros.

Dirigir ganado no es fácil, pero Jaime y los vaqueros Pancho Álvarez y Abel Álvarez (no eran parientes), más otros dos ayudantes, condujeron las reses con dificultad hasta La Estancia, donde terminó la parte complicada, para después sin mayores apuros cruzar Cardona, el río El Salado y otros riachuelos, para de ahí en adelante llevar el rebaño hasta su destino final, Ticuisitán. La distancia entre uno y otro punto fueron aproximadamente 25 kilómetros, de los cuales los últimos 5 me resultaron agotadores por la adrenalina derramada, aunque terminé contento y satisfecho de haber cumplido mi propósito.