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Despacho político



ARMANDO MARTÍNEZ DE LA ROSA

Ciudad nuestra de cada día


Viernes 22 de Mayo de 2020 7:35 am


ESTA es la ciudad de los camellones verdes, del estridente amarillo de las primaveras, del tímido violeta de las rosas moradas, de las palmeras que mañana y tarde fluyen tuba dulce, savia de divinidades.

En el verdor perenne del follaje de los mangos, hay ventanas amarillas, anaranjadas, casi rojas. Se asoman los frutos pulposos, rellenos, listos para lanzarse al suelo. El mango es la fruta más femenina de todas: sus abundantes carnes redondas, su piel de tersura plena, su color encendido, su dulce aroma de Eros, su incitación a la vista y al gusto. 

Por otro rumbo, en las orillas, todavía se retuercen las roscas de los últimos guamúchiles de todos. Por el sur, sin que nadie los tome en cuenta, cuelgan dormidos los zapotes blancos y los zapotes prietos, con el breve tesoro de sus azúcares extraños, como de otra tierra. Alguien que sabe a lo que saben, los recolecta. Cuando la lluvia viene, los pisos se llenan del color maduro de los nances y el aire huele a antojo.

Otro alguien, algún día, sembró un limonero en el pradito delgado de la banqueta. Apenas dura la redondez de sus frutos porque siempre hay quien los corte al paso para convertirlos en agua fresca, en sazón de caldos, en marinada de jícamas y mangos aún tiernos, en remedio de resfriados. Y más en estos tiempos aciagos. El del limón es el sabor más colimense.

Cortar cocos no es oficio de cualquiera. Sólo los hábiles y expertos trepan por los escalones del tronco, se posan en el cogollo y bajan el racimo con cuerda suavemente hasta el piso. Sí que pesan. Vale la pena el esfuerzo por el agua bendita por purísima que guardan y el alba carne que regalan cuando el machete parte la nuez gigante.

Cuando volvamos a los jardines y parques públicos, debiera haber hamacas a la sombra de los follajes densos de jaimitos, tabachines, higueras, camichines, parotas, para mitigar el calor y sentir el viento que por las tardes viaja desde las lejanas aguas oceánicas rumbo a las altas montañas del norte. Tiene la ciudad suficientes sombras para cubrirnos a todos. 

Las hojas caídas de los almendros no son basura. Son recordatorio constante de los ciclos de vida, muerte y renacimiento, constancia de que las cosas y los seres vienen y van, se transforman, tornan desde el fallecimiento temporal a la novedad de tierra fértil, nueva vida. ¿Por qué algunos queman las hojas caídas, como si fuesen plaga maligna?

Esta ciudad nuestra de cada día está poblada de pájaros. En sus árboles anidan, en sus cielos vuelan y en su tierra faenan por el sustento. Desde la timidez de la palomita torcaz hasta el aristocrático vuelo de gavilanes y águilas, una escala de alas habita sus espacios y sus cantos son tantos que a veces vencen al estruendo de los motores apresurados.

Cada año, por Todos los Santos, solares hay que pasan del verde veraniego al ocre del otoño: Milpas urbanas que algunos han tenido la delicadeza y la sabiduría de cultivar a modo de sana rebeldía contra el imperio del automóvil. Deleitan la vista las melenas rubias, pelirrojas y azabaches de elotes que anuncian su delicia.

Paisaje que no es concreto ni asfalto. Sonidos, cantos que no son de máquinas. Vuelos que no son de aviones ni drones. Pichones que mientras haya gavilanes cerca nunca serán plaga. Por mediodía, lerdas iguanas al sol. Al atardecer, todavía se ve a los acróbatas en parvada, los tordos y sus efímeros dibujos en el viento. Por la noche, la melancolía del tecolote.

Eso y mucho más vive en mi ciudad, en las calles que nos pertenecen, en el verdor que amamos y en el fruto de nadie y de todos que se nos ofrece al paso. A esas calles volveremos pronto -atrás y lejos, el miedo de estos días, la desazón del bicho abrumador-. Volveremos.

Volveremos a la música de los conciertos callejeros, al café del centro, a la risa de los amigos departiendo en las terrazas, a detenernos en los aparadores, a conversar, sin mascarilla, en el encuentro casual con desconocidos que preguntan o responden. A mirar los perros sin dueño que se acercan entre furtivos y confiados a pedir un bocado con el idioma de sus ojos. A todo eso y más volveremos. Falta mucho, pero menos que ayer.

También recordaremos que en esta ciudad nuestra de cada día, la sangre de la violencia corre, que el asalto del desesperado y el gandalla perdurará porque así es la realidad. Porque el otro virus, instalado desde lustros atrás, no lo hemos acabado. Que también, un día dichoso, fenecerá porque nada es para siempre.

Suena extraña la añoranza de una ciudad que está aquí, al lado, en la que todavía nos encontramos.


MAR DE FONDO


** “Este melón es una rosa,/ este perfuma como una rosa,/ adentro debe tener un ángel/ con el corazón y la cintura siempre en llamas./ Este es un santo,/ vuelve de oro y de perfume/ todo lo que toca;/ posee todas las virtudes, ningún defecto,/ Yo le rezo,/ después lo voy a festejar en un poema./ ahora, sólo digo lo que él es:/ un relámpago,/ un perfume,/ el hijo varón de las rosas” (Marosa di Giorgio, uruguaya, 1934-2004. Poema X).