Innovemos algo ¡ya!
MARÍA EUGENIA GONZÁLEZ PEREYRA
Caras vemos
Domingo 05 de Julio de 2020 7:06 am
TODOS seguramente, en algún
momento de la vida, hemos fingido algo que no es, y aunque es incómodo sólo pensarlo,
la realidad es que nos forjamos en un entorno de premio y castigo, de aceptación
o rechazo. De alguna manera desde pequeños nos fuimos formando para fingir, es
decir, para mentir, y las mentiras, aunque se diga que son buenas, no dejan de
ser un intento de engaño para que las otras personas den por cierto algo que
nosotros sabemos que no lo es. Aunque aprender a fingir ocurra
desde las más nobles e inocentes razones, el actuar con falsedad siempre deja
un run-run interno e incómodo. Es como si tuviésemos un chip que nos avisa que
ese sendero es peligroso y que mientras más nos adentremos en él, mayor será la
angustia, y con ella los síntomas físicos y emocionales; realmente sólo la
verdad nos hace libres, pues aunque nadie descubra nunca lo falso, quien miente
siempre estará mirando por encima de su hombro, temeroso de ser descubierto en
algún punto de la vida, pero, ¿cómo por qué fingimos? ¿qué puede ser más
valioso que la tranquilidad de no estar a las vivas de ser descubierto? Es claro y casi obvio que hay personas
que mienten con maldad y también quienes fingen sólo para ser aceptados; de los
truhanes y maliciosos ya nos ocuparemos después. Hay personas que sin intención
de lastimar a otros llegan a fingir para poder pertenecer, ser aceptados y participar
en un grupo, así como los adolescentes en las escuelas. Por ejemplo, imagina a
una jovencita 13 años que finge ser reventada, que fuma, bebe y se adentra en
una sexualidad desorientada sin querer hacerlo, lo hace para tener amigos y que
no le hagan burla, ¿te das cuenta cuán importante es crecer con la convicción
de valía firme, para que la presión social no te arrastre a ser lo que no eres? Los niños y los no tan niños
también fingen para no ser castigados ni reprendidos, o por miedo a perder sus
privilegios y comodidades, de tal suerte que, si nos fijamos, desde muy
temprana edad hemos aprendido y enseñado a los chiquillos a fingir, a ser
hipócritas y con ello a contar con una autoestima y una seguridad propia de
mentiritas, eso ocurre por las formas para orientar, educar o reprender que
eligen los padres. Si el castigo es mayor a la
falta, si en vez de ayudar a un niño a comprender por qué le conviene más hacer
de una manera que de otra, si lo molemos a gritos, castigos y palos, es de
esperarse que aprenda a engañar para esconder la equivocación y evitar la
humillación; si mamá o papá mienten, aprendemos a mentir, así de simple. ¡Sí!,
a los mentirosos, truhanes, hipócritas y atrapados en su falsedad, los
moldeamos en casa. Cuando un niño nos miente, es tiempo de revisar lo que estamos
haciendo para él. Porque nadie nace sabiendo como engañar, por el contrario,
nacemos con la inocencia intacta. Fingimos para ser aceptados o
para obtener lo que queremos, sabiendo y creyendo en que quizás si les
dijéramos la verdad tal vez nos rechazarían, y el rechazo es esa herida difícil
que no queremos recordar. Innovemos algo, ¡ya!, es tiempo de amarnos, de saber
que como somos está bien, que las heridas se pueden resignificar. Es común ver a quienes señalan a
otros, dándose baños de pureza, etiquetando a las personas de contrarios,
desertores, pecadores, sin ver la viga en el ojo propio, atizan contra la paja
del ajeno; recuerda que caras vemos, corazones no sabemos. Quizás ya sea tiempo
de frenar el juicio, de que aceptemos que no hay distinciones entre nosotros y
que todos merecen crecer y vivir sabiendo con amor que pertenecen. Es tiempo de
sanar las heridas, dejar de heredarlas y repetirlas. Por favor, dejemos de
fingir ser lo que no somos, de manchar al otro para que no se note nuestra
marca; dejemos de excluir pretendiendo tener adeptos y poder. *Terapeuta
psicoemocional Whatsapp: 312
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