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Los surcadores



PETRONILO VÁZQUEZ VUELVAS


Viernes 31 de Julio de 2020 7:24 am


HE platicado que la Villa fue un pueblo de agricultores y luchones. Ahora les contaré de una actividad que requiere de precisión matemática en el proceso de labranza.

Después de dos o tres tormentas, los campesinos con sus arados (me voy a ubicar en las décadas de los años 40 a 70), empezaban a romper la tierra con sus troncos (tronco era un par de bestias), mediante el sistema de besanas. Las besanas eran superficies determinadas, aradas en movimiento circular para que los animales no se estorbaran, sobre todo al dar vuelta en la cabecera de los surcos. A los 10 días después de romper la tierra, se empezaba a “cruzar”, es decir, arar en sentido perpendicular con el fin de destruir el primer zacate, entonces la parcela quedaba lista para iniciar con la surcada y la siembra.

Todos los trabajadores eran importantes, pero había un personaje llamado el surcador, era el mejor considerando su habilidad para tender una raya (surco) perfecta entre el inicio y el fin de la parcela, esta raya debería estar alineada de oriente a poniente, evitando que las corrientes de agua que corren de norte a sur lavaran la semilla. Atrás del surcador irían los sembradores, sepultando la semilla con una rítmica y acompasada acción. Debe saber el lector que en los sembradíos de riego los surcos van al contrario, de norte a sur, para aprovechar la gravedad.

Esta raya se hacía a cálculo, el surcador se colocaba de espaldas al sol y un chiquillo plantaba en el otro extremo de la parcela una vijera, que era una rama de guásima de aproximadamente 2.30 metros de alto, con un hilacho blanco o rojo amarrado en la punta para guiar al surcador, quien tan sólo a la vista y al tanteo hacía la primera raya, otro surcador hacía otra en otra besana y así sucesivamente, para cortar de ida y romper de regreso por en medio de las mismas ya sin vijera.

Los surcadores ganaban un peso más al día. Cuando se surcaba con bueyes, el surcador se encargaba de que la yunta tuviera el yugo bien colocado sin lastimar al animal, que la coyunda con la que se amarraba el yugo no estuviera rota; pegado al yugo por adelante iba el barzón, que era una pequeña soga de lechuguilla o cuero en donde se enganchaba el timón que jalaba el arado por la nariz.

Arrancaba el surcador con el pulso firme y la mirada bien puesta en el punto de reunión con la vijera, cuando alguna piedra o raíz atoraba el arado, el surcador gritaba: “¡Chiza!”, o “¡Chízate, buey!”, para que los mansos bueyes retrocedieran tantito y aventar el arado por encima del obstáculo.

Para los que araban con “troncos de mulas”, les tocaba revisar los collares y palotes acomodados en el pescuezo de animal y el filetero que iba en el hocico. De los palotes se desprendían las riendas de 6 metros que daban hasta los balancines, a donde iba amarrado el arado de aleta.

Recuerdo a grandes y finos surcadores de la barriada como Manuel Rebolledo (el papá de Pancho Mameyes y del conocido trabajador de la Sader, Guicho) y muchos más; a Irineo Leal, papá de los buenos mecánicos Severo, Ramiro y Leopoldo; a don Ramón López, respetable hombre (abuelito de una señora que vende tamales de ceniza por la Merced Cabrera); a Pancho Andrade (patriarca de la numerosa familia que vive a un lado del banco BBVA); a Efraín Brambila, viejo escuadrero recién fallecido, papá de Neto, y varios amigos; a mi tío Jesús Vuelvas (Betún o El Cabezón); a La Troca, Teodoro Vuelvas; a Mingo, Carnitas; a El Garzo Vargas; y a Enrique Delgado, padre de Arturo y un montón; a Fidencio Chávez, papá de Carlos y Carlos; a Carlos Flores, El Bonito; y al patrón muy de campo, Chava Cabrera Rivera.

Un grato recuerdo para estos hombres, finos operadores del arado que delinearon con su pulso y mando firme, las directrices perfectas que dieran vida a las fértiles planicies de la Villa.