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Cheverito



PETRONILO VÁZQUEZ VUELVAS


Viernes 16 de Octubre de 2020 7:24 am


ALGUNAS mañanas lo veíamos cuando pasábamos frente a la casa del municipio, con tremenda escoba de popote echando barridas junto a la banqueta del principal edificio, y portales que circundaban la placita del pueblo.

Tenía una figura larga y enjuta, vestido con un pantalón guangocho amarrado con un ixtle a la casi inexistente cintura, cotón de manta y una gorrita de palma desparpajada, era Cheverito retribuyéndole al estado por medio de un servicio a la comunidad, por la falta administrativa cometida la noche anterior.

Porque era muy pacífico nuestro querido borrachín, pero eso sí, muy alegativo. Vivía abajo del puente con su par de infalibles perros y el cantar de las ranas. Comía de lo que la gente le daba aunque comía muy poco, prefería empinar su pequeño frasco con alcoholito y agua que lo ponía en alegre homeostasis.

A veces amanecía acostado en las rojas y rollizas bancas de cemento de la plaza, bajo el follaje de un naranjo o almendro, saludando educadamente a los feligreses que se acercaban a misa. En cuanto alboreaba se ponía en marcha para vagar por aquellos barrios de la Villa vieja.

A veces lo veíamos por el rumbo de la Aquiles Serdán platicando con Luis Rebolledo; en ocasiones con Felipe Collaz o Cipriano Zamora, por la Guillermo Prieto; más tarde por El Paso del Norte (tienda), con Carlos Peña, quien de buen agrado le rellenaba la botellita milagrosa, pero mucho le gustaba llegar a engrosar la bolita que se juntaba con mi padre en el zaguán de la casa: Chinto Morfín, Manuel Vázquez, Toño Zamora, El Chato Valencia, Raúl Topete, Elías Cabrera, El Chino Olmos, Juan Solís y otros eventuales que pasaban a tomar lista.

Cheverito les caía temprano, poquito antes de las 8:00 de la mañana, entonces empezaba a disertar frente a la incrédula concurrencia: “ya se acerca el fin del mundo y acabará en fuego, pero yo vendré con un carro del sol y se salvará el que se alcance a subir”, ocasionando con esto la risa, y más cuando por otro lado llegaba Gelo, un buen hombre vestido de calzón y ceñidor, entrado en los 70 años, que cargaba siempre en la espalda un tercio de leña, él discutía porque Cheverito solía ir al potrero que empezaba en la avenida Benito Juárez, a traer tacote que le encargaban los vecinos para hacer cercados en sus corrales.

La disputa estaba centrada en la categoría del empleo que desempeñaban, uno cortador de leña y el otro de tacotes, afortunadamente ninguno era de armas tomar, por lo que la sangre nunca llegó al río, pero hacían pasar un rato de sonrisas a los oyentes que luego les daban unos pesos para que se compraran, Gelo algo para el almuerzo y Cheverito su consabida dosis de ardoroso alipús.

Luego Cheverito encaminaba sus pasos hacia cualquier barrio de la pequeña Villa, algunos le preguntaban sobre el pronóstico del tiempo, a lo que contestaba cualquier cosa para luego de nuevo asumir el eterno discurso del Apocalipsis y él viéndose conducir el reiterado carro de fuego tirado por caballos blancos. Un discurso futurista a diferencia de su semejante, el beodo de Santa Clara del Cobre, el famoso Pito Pérez, con su discurso más bien de orden político e irreverente.

Nunca supe a qué familia pertenecía o desde cuándo deambulaba, lo único que recuerdo es su eterno peregrinar por las callejuelas del pueblo, platicando aquí o allá, con su andar parsimonioso, botellita de tuxca en la bolsa trasera del pantalón y acarreando de vez en vez sus encargos de tacotes. Y algunas noches, cuando se le pasaban los farolazos, provocar algún escándalo que impedía dormir a los vecinos que llamaban a la autoridad, quienes lo remitían en directo a las celdas de la municipal para, al día siguiente, volverlo a ver con su escoba, resarciendo ufana y resignadamente a la sociedad, por las faltas administrativas de la noche anterior.