Pescadores probados
JULIO IGNACIO MARTÍNEZ DE LA ROSA
Sábado 17 de Octubre de 2020 11:24 am
AL cielo lo hicieron para nosotros. Nos guía, orienta y lleva
por todos lados. Cuando lo conoces bien, tu vida depende del cielo. Todas tus
referencias son celestiales y casi olvidas tus señales terrestres. Con los pies
firmes elevas tu cabeza y te orientas. Mira, esa se mueve poco
a poquito y tiene una luz suavecita, blanca y muy bonita. La distingues fácil
entre la inmensidad de luces. Su tamaño es menor a una cabeza de alfiler, así
la vemos y, como dicen los astrónomos, está a miles de años luz. Adoro las
estrellas, dijo El Canelo, un amigo de Huatulco. Sentado en su panga
varada en la playa, dejaba que la noche pasara lentamente. Mientras, se
refrescaba con cerveza tras cerveza para dejar salir años de historia personal
y familiar. Contaba historias y me recordaba El viejo y el mar. Pero sus
historias eran de familia, terrenales, muy campiranas y de su niñez. Cuando su padre decidió
llevarlo al mar, cambió su mundo. Tenía escasos 12 años, apenas había terminado
la primaria y para estudiar secundaría tenía que salir de su pueblo y regresar a casa los fines de semana.
No había dinero y la única manera de conseguirlo era la pesca. El mundo
infantil ahora sería de un niño adulto aprendiz de pescador. Y lo aceptó
resignado, pero con gusto. Su ídolo era su padre. Rápido aprendió de todo.
Las groserías fueron las primeras palabras del lenguaje de pescador, decía
riendo a carcajadas. Y luego recitó su listado de palabras muy populares
bañadas de regionalismo. Le secundaron otros amigos. Casi a media noche desde
el centro de Santa Cruz llegaron unos taquitos de carne asada y de cabeza que
aún recuerdo y se me hace agua la boca. La salsita de jitomate asado, las
cebollitas recién salidas del anafre, las gruesas tortillas de maíz negro,
bueno, recuerdo todo un banquete a la orilla del mar en una noche oscura. Nos
cooperamos, claro, y en partes iguales degustamos. El Canelo se inclinó en la panga.
Volteó al cielo y dijo que las estrellas eran sus celosas amigas nocturnas. Las
amaba, confesó. Se las presentó su padre, durante años le reiteró nombres y
ubicación. Si las ubicas, te ubican, afirmó. Mi deuda es con mi padre. Lo que
aprendí de él, te lo enseño a ti porque eres mi amigo, me dijo muy serio,
reafirmando la amistad. Esa de allá la seguimos,
es la del norte. Grande y brillante, redondita. Sale allá y se oculta atrás del
cerro. Siempre la vemos desde el mar, no la perdemos de vista. Es nuestra
madre. La proa apunta a tierra según mande la estrella. Los conocedores dicen
que es parecido a los aviones cuando aterrizan con instrumentos. Cuando se
nubla sufrimos. Hace unos años
zozobramos, dijo El Canelo. Pensó que no regresaría a tierra y algún
pelágico lo disfrutaría en venganza, pues a veces ellos son tiburoneros y algún
familiar estaría sentido conmigo. Nos perdimos una semana, el motor no quiso
prender, se murió. Con remos nos movimos siguiendo a la estrella madre. Cada
noche nos reubicábamos y remábamos hacia ella. Alguna corriente nos sacará,
pensaban y deseaban. Al quinto día, desesperados, sentían su fin en la parte
más austral del mar mexicano. Dormidos, sintieron un
golpe en la proa y despertaron. El ruido de aves, sus cantos y el golpe de las
olas en unos bajos, los sorprendieron. Su compadre no lo creía, El Canelo
pisó la arena y se mojó sus quemados pies rojos, ahora tenía su color canelo
intenso. No lo creía, se mojó la cabeza, se persignó una vez tras otra. Lloró a
gritos. Volvió a nacer. Buscaron una sombra, descansaron un rato para pensar
mejor. Débiles por no comer, les ganó el sueño. Sí son, oyeron que
alguien platicaba. Es la panga. Los despertaron, habían dormido una hora.
Estaban en la costa de Guerrero. Los mandó mi padre, dijo El Canelo. En
el sueño me dijo que vendrían por nosotros. Amo a mi padre y a las estrellas,
dijo mil veces. Se los llevaron a un pueblito. Hablaron con sus familias, ahora
eran pescadores probados. Allá está mi estrella, apuntaba con el índice. Volvió
a nacer.
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