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ARMANDO MARTÍNEZ DE LA ROSA

A cada día…


Sábado 17 de Octubre de 2020 11:27 am


Cuando joven, solía frustrarme una jornada de caza de resultados magros. Me desesperaba a media tirada si las cosas pintaban a mal. El disfrute disminuía, si bien después me serenaba y aceptaba la irremediable realidad. Los cazadores jóvenes suelen asumir de esa manera la circunstancia propia de la actividad cinegética, sin convencerse aún de que, como en la vida, hay episodios excelentes, buenos, malos y peores, y que para vivir los primeros se ha de pasar por todos.

El tiempo enseña a los dispuestos a aprender. Y aprendí. Se goza más que el resultado, el hecho de “estar cazando”, como escribió el filósofo español José Ortega y Gasset en su célebre ensayo La caza y los toros. De eso se trata, -that’s the question-, sentenció Shakespeare, conforme a la mejor traducción de la famosa frase, gracias a la aguda certeza del poeta hispano-mexicano Tomás Segovia.

Poco a poco, a lo largo de los años y las décadas, temporada tras temporada, aprendí un hecho incontrovertible: importa menos la cantidad de piezas abatidas y cobradas que el momento mismo de procurarlas. A diferencia de nuestros ancestros seculares, la caza no es para nosotros un medio de sustento, como lo fue para ellos, sino una recreación de su impulso vital milenios después. Sí, un cazador disfruta de las carnes que obtiene mediante sus armas aunque tales viandas no le sean indispensables para alimentarse. Se trata de marginarse temporalmente del agobio y las premuras de la vida urbana, de la comodidad contemporánea promotora de la pasividad, del confort del hogar, para incursionar en un medio mucho menos hospitalario, en ocasiones agreste hasta el exceso.

También se disfruta el riesgo, el peligro. Oficios hay en que la vida se expone hasta el límite. El toreo es uno de esos, quizá el juego más próximo entre la vida y la muerte que se conjugan entre el toro y el lidiador. Si bien los cazadores no transcurrimos por un nivel tan alto de proximidad a la tragedia, sí nos colocamos cerca. Recuerdo la ocasión en que en una arreada de venado, un grupo de tiradores pasamos por un sendero angosto. Al lado, poco después un compañero descubriría una víbora de cascabel de casi dos metros de longitud acechando. Pudo morder a cualquier de nosotros cuando pasamos. Lejos del auxilio médico, el peligro se multiplicaba.

Así como el torero acude a la lidia pensando en que saldrá bien librado, el cazador entra al monte con la idea de cazar, no ser cazado. Si bien toma precauciones y mide riesgos para controlarlos a tiempo, la mente la ocupa el encuentro con la presa, así sea una humilde huilota o un venado majestuoso. El hecho cinegético es en esencia el mismo independientemente de la especie buscada. Sin embargo, el peligro existe. Puede ocurrir un accidente. Algunos compañeros se han fracturado una pierna en plena montaña, otros se han extraviado. Casos hay registrados en Colima de quienes han muerto por disparo fortuito de su propia arma o víctimas de un ataque de abejas africanizadas. O por la confusión de un tirador o por desbarranco. Cada año, mueren más cazadores que toreros, si bien la diferencia de número entre unos y otros es abismal.

Vivir es de por sí un riesgo permanente. El peligro es parte de la vida, pero eso no significa ni buscarlo u ocupar el pensamiento en él, pues seríamos temerarios irracionales o temerosos sin remedio. Sólo se tiene en cuenta que existe y hay que tomar las medidas para controlar y reducir su dimensión. Hay miedos que salvan y miedos que matan.

También eso enseña el tiempo. Recuerdo actos temerarios en mi juventud en los que ahora no incurriría por dos razones: la prudencia de la edad y la merma de las aptitudes físicas, si bien éstas todavía dan mucho de sí.

Puedo afirmar que con el tiempo, disfruto más de la cinegética ahora más que antes, de viejo más que de muchacho, aunque ambas etapas de la vida tienen mucho de rescatable. Con la edad, uno se torna más sensato y sereno. Tiene ventajas. Por ejemplo, antes el avistamiento de un buen venado se convertía en un torbellino de emociones difíciles de controlar, propiciatorias de fallas al disparar por apresuramiento. Ahora, esa sangre bulle igual, sí, pero la mente gana. Aún fallo tiros relativamente fáciles, pero son los menos. Y se aprende, también, a valorar lances dificultosos o disparos maravillosos hechos por otros, como el que la semana pasada hizo mi hijo Armando y que le valió el reconocimiento de otro compañero y el mío. Valió la mañana ese lance.

El disfrute es más pleno ahora, cualquiera que sea el resultado de la jornada. Uno sabe que si este día las cosas han resultado inferiores a las expectativas, habrá otro cuando los premios sean abundantes. La clave está en dar valor al tiempo que se vive, a la jornada cinegética presente.

Quizá por eso, una frase del Evangelio se ha convertido en una de mis favoritas por su contenido existencial: A cada día le basta su afán.