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De ayer y de ahora



ROGELIO PORTILLO CEBALLOS

Colima, vegetación y amor


Domingo 18 de Octubre de 2020 6:55 am


TIENE belleza todo aquello que te produce placer y admiración, que aprecias por su armonía y proporción con el todo que lo rodea y que es agradable por su amenidad.

Me gusta caminar por las hermosas áreas verdes de nuestra ciudad. En días pasados he salido a despejarme de preocupaciones y he deambulado por sus hermosos parques y jardines. También he recordado travesías y excursiones por lugares arbolados y de vegetación exuberante. Y siempre me regocijo en el alma por el brillo y verdor de plantas, árboles y arbustos; por la variedad de frondas, hojas y flores. Y con el canto de los pájaros y la observación de su plumaje y vuelo a la orilla de un río o arroyo, el panorama no deja de ser grato y deleitable. Además, por vivir en un lugar con mucho sol, los árboles y en general la vegetación te provee de sombra y de frescura. Imagino una relación estrecha entre parques, jardines, huertas, ríos y arroyos con el sentimiento romántico.

Siempre he pensado que Colima y su vegetación son el marco ideal para el amor. Siempre afloran los sentimientos amorosos bajo la sombra de un frondoso árbol. Me imagino, en el ambiente campirano del Colima o Comala del siglo pasado, a dos enamorados que quedan de verse en algún punto cercano a su pueblo. Y allá se ve a él caminando hacia su cita. Va cruzando las hermosísimas huertas que envuelven a su pueblo. Esos predios están cubiertos de todos los especímenes de los frutos del trópico. Cocos, limones y guanábanas; mangos, tamarindos y mameyes. También guayabos, zapotes, anonas y desde luego los plátanos. La espesura da a toda huerta el majestuoso ambiente vegetal que se ve rematado, a lo lejos, por el soberbio marco de los volcanes de Colima.

Él va recorriendo senderos, pisando la hojarasca. Deja atrás lienzos de piedra y puertas de golpe. En algún punto de su caminar observa una parvada de pericos, el bullicio que provocan y sus nidos –las periqueras–, en lo alto de los chicozapotes, mameyes e higueras. Quisiera volar y parlotear como ellos, de gusto, de emoción, de ansias por ver a su amada. Continúa caminando, ahora pasa bajo la sombra de algunas parotas, esos árboles gigantes y frondosos al igual que las higueras. Ya cerca del río observa las palmeras, las primaveras. Atraviesa una “cerca viviente” de cuajiotes. Él está en el centro de un borbollón de vegetación exuberante de enormes frondas. Emergen como destellos las diferentes tonalidades color verde del reino vegetal. La luminosidad de las hojas, al mecerse con el viento, arrojan ese atractivo verdor. Él está saturado de belleza y su corazón rebosante de ardor, de pasión.

Ella, con semblante alegre, enormes y expresivos ojos, dirige su escultural figura y su corazón ardiente al río que culebrea los límites de la huerta. Y allá va vigilada desde lo alto por las arrogantes y encopetadas palmeras. Después de un rato de caminar divisa el estanque natural formado por grandes piedras. Aquello es un remanso de aguas cristalinas, aguas transparentes como el sentimiento que alberga su ser enamorado.

Y cerca de ahí unas garzas blancas, zancudas, elegantes. Y en las orillas del río, variedad de frutos y follaje: altivas y esbeltas palmeras de coco con sus penachos alzados al cielo; plátanos con sus inmensas hojas verdes; aguacates cargados de frutos como esferas colgantes; zapotes prietos; y limones criollos, amén de un sin fin de frutas y plantas tropicales que completan ese cuadro arrobador.

Él alcanza el río y se dirige por el borde hasta el otro lado del estanque. Bajo la sombra de un añoso árbol de mango, espera ya su amada, quien transforma su ansia en alegría al divisarlo acercándose. Por fin se encuentran. Se abrazan. Expresan con besos su amor. Tomados de la mano caminan hacia aquel remanso escuchando el murmurar acuático rodeados de aquella soberbia vegetación como mudo testigo de su amor.