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Despacho político



ARMANDO MARTÍNEZ DE LA ROSA

Tiempo de premura


Martes 27 de Octubre de 2020 7:45 am


1.- La nuestra es una sociedad apresurada. La premura la rige. Dictador incontrastable, el tiempo acelerado domina casi todo. Poco escapa a su mandato. Se desplaza la mayoría en automóvil, casi siempre a velocidad excesiva porque se está tarde a la cita en el trabajo, la escuela, la diversión, la atención médica y asuntos cotidianos similares.

Nos falta tiempo una y otra vez, es la justificación a la prisa, como si tratásemos de recuperar los minutos y las horas perdidas. ¿En qué se extraviaron? No lo sabemos. -Me dormí- responde alguien. En realidad, se desveló por esta o aquella razón. Andamos como el título de la novela de Marcel Proust En busca del tiempo perdido. Y así vamos, tirando los días y acortando el espacio desplazándonos tan raudos como podemos… si podemos. Sucede que muchos otros también buscan los tramos de reloj desperdiciados.

2.- Jugamos a ser pequeños dioses, versiones mínimas de Cronos. O soñamos con aplicar la Teoría de la Relatividad para distorsionar el espacio-tiempo en nuestro beneficio vulgar de anular el retraso. No funciona. Llegamos tarde porque somos impuntuales. Los puntuales son seres raros, incómodos, perjudiciales a los incumplidos porque los evidencian. Un dicho cínico calma la ansiedad de los atrasados. -Tarde pero sin sueño- dicen. Luego voltean el rostro, miran a donde no hay nada. Algo de rubor les queda en la conciencia.

Justificar un retraso tiene mil y un caminos. Ninguno importa, sino el hecho de hacer esperar a otros. Llegar con atraso a un sitio, una cita, una reunión, es costumbre tan arraigada que los impuntuales se han creado su propio cronómetro. -Citaron a las 10 para comenzar a las 10:30- dicen. Y ahí van empezando a las 11, porque el jefe ha establecido que se cite a las 10 para dar inicio a las 11. Parafraseemos a Renato Leduc en un verso de su más conocido poema: Sabia virtud la de torcer el tiempo…

3.- Hace mucho, mucho tiempo que el tiempo dejó de medirse con las manecillas de la bendita parsimonia rural. En el campo, los ciclos eran más largos y los espacios más cortos. Entre levantarse y acostarse temprano, el día alcanzaba para comer, trabajar, reposar y platicar sin prisa. Cada cosa tenía su lugar y su tiempo.

Un día comenzamos a perder el campo. Se desdeñó producir comida, se volvió intrascendente. Había dinero para importar alimentos. La industria ocupó el primer sitio. Muchos emigraron a las ciudades. Los encandiló el haz de una falsa linterna, la de la vida moderna, urbana, pletórica de oportunidades que el agro les negaba. Vamos, hasta ofrecía largas jornadas nocturnas, la elongación de las horas como si los días tuviesen más de 24. Pauperizado, el campo expulsó a millones y generó las zonas de profunda pobreza y carencias en las ciudades. Hubo “colonias” y negocios inmobiliarios, legales e ilegales. Y muchas trampas políticas. La incondicionalidad del sufragio, la disponibilidad al acarreo a cambio de un terreno al que “pronto le pondrán luz y agua”. Agachar la cabeza en correspondencia al poder generoso que así adquirió manos libres. Lo demás ya lo sabemos, es nuestra historia moderna, vigente, tan viva hoy como antes.

4.- Vinieron las consecuencias, entre ellas el acortamiento del tiempo. Lo diré de esta forma figurativa: la sabia, lenta labor del molcajete cedió el sitio a la velocidad de la licuadora, en su momento erigida en símbolo de modernidad y progreso. La maravilla.

Entonces, apareció otra dieta. En los hogares, la comida venía en latas, la leche empacada, el pan envuelto en plástico, la fruta en frascos. Sal y azúcar -después, peor, la fructosa- omnipresentes en todo alimento. ¡Ya éramos modernos! Se ganaban minutos al dejar de cocinar.

Poco a poco, nos convertimos en una sociedad obesa. Comida procesada y vida sedentaria se combinaron. Y ahí andamos sin encontrarle los tres pies al gato, con un gobierno que acusa a las víctimas de Covid-19 de morirse por sus hábitos alimentarios, así como acusó a “los ricos” de importar el coronavirus y lo retó a los besos y los abrazos.

Ahora, el gobierno condena a la comida chatarra. Tiene razón, es mala para la salud de quienes la consumen. Eso lo sabemos. Nadie va por el mundo sintiéndose Tarzán si se empaca dos o tres refrescos al día, pan de fábrica y carnes industrializadas.

Hay algo que no entiendo, no embona, salta como esqueje mal hecho. A la condena de la chatarra le sigue, desde el gobierno, la cancelación de los subsidios al campo, un puntillazo mortal a la producción de alimentos sanos. 

Lo menos que ha de exigirse es congruencia entre el discurso y el acto. No se le ve.


MAR DE FONDO


** “Aquí,/ el solio del obsceno./ ‘Rebeldes ángeles caídos,/ de todo corazón abominad/

la música porque ella desconoce/ el cinismo del tiempo./ Sus continuos abismos sepulcrales,/ las calaveras impetuosas/ que labran incesantemente/ su imperfección.’/ Estas son las palabras del obsceno”. (Carlos Illescas, guatemalteco, 1918-1998. Aquí...)