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Momentos



EVA ADRIANA SOTO FERNIZA

El ciclón niño


Sábado 31 de Octubre de 2020 10:41 am


AQUEL 26 de octubre de 1959, el día estuvo bastante nublado, con una lluvia que no paraba; una lluvia rara: finita pero muy tupida, parecía que el cielo se había convertido en agua y no la acababa de vaciar. Las calles estaban desiertas y el Petit (petite: pequeño en francés), nuestro perrito pequinés, era el único ser vivo que las recorría, ya que se había fugado por enésima vez de la casa y su ansia de perro callejero no le permitía medir ningún peligro. Observo ese evento desde la ventana de la niñez, ya que ese meteoro nos encontró todavía niños a mi hermano y a mí. El Petit fue rescatado y llegó ensopado y nada feliz de regreso, para alegría de nosotros sus dueños, que lo habíamos recibido ya adulto como un regalo después de un berrinche muy bien elaborado, por el que conseguimos quedarnos con él. Es curioso, como siempre que busco la memoria de aquel terrible ciclón, me encuentro con la escena del solitario pequinés bajo la lluvia.

Esa noche, ya en la madrugada del 27 y a través del pesado sueño infantil, escuché como ecos lejanos el golpear de pasos que pasaban a carrera tendida por el largo corredor afuera de nuestras recámaras. ¡El río se llevó la Playita! Gran parte de la noche estuvieron entrando y saliendo con sogas y herramientas un grupo de hombres, ya que la casa familiar colinda con el río Colima, formando entre ésta y el río una pequeña playa, donde había unas casitas muy humildes y a cuyos habitantes se ayudó a salir antes de que la tremenda crecida se los llevara. Otra intensa memoria, ha sido a través del tiempo el retumbar de aquellos pasos acelerados y urgentes, eco de tantos y tantos otros que acudieron al rescate en gran parte del estado de Colima, sobre todo en la costa donde hizo su entrada el huracán.

Una buena, fue que no hubo clases durante varios días; buena, para nuestra mirada de chiquillos todavía al margen de las grandes tragedias. Pero el ambiente pesaba y la atmósfera era sombría, nada adecuada para los juegos cotidianos y menos sin la compañía de los amigos que permanecían confinados como nosotros dentro de sus casas. Algo inusual en los siguientes días, fue el sonido de los aviones que llegaban trayendo auxilio; para el Colima de aquel tiempo era extraño escuchar esos motores que cruzaban el aire, lo cual hacía que nuestra curiosidad supliera a la preocupación y la convirtiera en un excitado asombro. ¡Vino Doña Eva Sámano!, se escuchaba decir a los adultos, ¡la esposa del Presidente llegó en persona!, provocando un revuelo gustoso que preveía una gran ayuda para los damnificados. Otra fuerte imagen, dentro de la cual resaltaba el adjetivo “damnificado”. No supe si esta palabra, extraña para mí, era parte de un vocabulario nuevo o ya existía pero representó, dentro de sus 5 sílabas, todo el horror de la tragedia.

Poco a poco, la “normalidad” se fue instalando y más con el regreso a la escuela, pero aún ahí las secuelas del ciclón se nos seguían apareciendo. Jacinta… la niña bonita con su gruesa y larga trenza pero con su carita siempre triste, ocupó uno de los pupitres de nuestro salón como nueva alumna. ¿Quién es? ¿De dónde viene? Eran nuestras preguntas mientras ella nos eludía con timidez. Nunca la olvidaré, su figura representó la verdad develada por fin ante nuestros ojos infantiles. Con su voz bajita y suave me contó de su tragedia, de su Minatitlán sepultado por avalanchas de lodo; de su familia enterrada bajo el peso del cerro desgajado; de su destierro en Colima al amparo de buenas personas, y su entrada al Colegio gracias a la generosidad de la comunidad de las religiosas Adoratrices. Jacinta, nos dio una lección de humildad y de entereza, de aceptación ante lo inevitable; ella fue para mí la verdadera imagen de aquel ciclón. La recuerdo inevitablemente en algunos 27 de octubre y en este del 2020, en que se cumplieron 61 años de la tragedia.

 

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