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ARMANDO MARTÍNEZ DE LA ROSA

El cuchillero y otros encuentros


Sábado 21 de Noviembre de 2020 10:19 am


DÍAS hay en que los cazadores se encuentran en el campo por mera casualidad con personas afines a la cinegética o con quienes van pasando por el rumbo y se detienen a conversar. Se establece la plática con gran facilidad y confianza, como si el gusto por la caza abriera caminos a conversaciones informales amenas.

También son fuente de diversión inesperada. Así sucedió hace ya muchos años. Mis amigos y yo nos encontrábamos en los límites de Colima y Michoacán, cerca de Cerro de Ortega, buscando cazaderos de huilota. A un compañero se le ocurrió consultar a un anciano de edad muy avanzada que pasaba por donde nos habíamos detenido. Primero, para entrar en confianza, le ofreció una cerveza al campesino. También aceptó la segunda. Entonces, le lanzó la pregunta. -Oiga, ¿sabe usted donde hay huilotas por aquí cerca?- Y el hombre: -Sí. Aquí adelantito, poco antes de entrar al pueblo, a mano derecha de la carretera yendo de aquí para allá, hay un sembradío de sorgo. Lo van a ver desde la carretera. Hay mucha paloma-. Y nuestro amigo: -¿Qué pueblo es el que dice usted?-. -Está aquí adelantito, es Lázaro Cárdenas- respondió con naturalidad el señor que le daba el último trago a la cerveza. El “explorador” regresó a la camioneta refunfuñando. -Viejo tal por cual…-, y nos contó el diálogo. -Lo peor es que le regalé dos de mis cervezas-.

Cierta madrugada, poco antes de romper el alba, esperábamos a la orilla de la carretera la claridad del día con la esperanza de que en el sorgal contiguo hubiese huilotas a qué tirarles. Desconocíamos el sitio, pero el sembradío prometía, con sus grandes panojas de grano, una buena jornada. De pronto, apareció sobre el asfalto un campesino a caballo. Lo saludamos y nos saludó. Detuvo su parsimoniosa marcha. Observó nuestra vestimenta de camuflaje y preguntó: -¿Buscan palomas?- -Sí, señor- respondimos. -Vénganse a mi rancho. Aquí está adelantito, como a medio kilómetro. Tengo sorgo para mi ganado y están llegando muchas de alas blancas-. Aceptamos la invitación, esperamos a que avanzara y a donde se detuvo nos dirigimos en la camioneta. -Metan el coche-, dijo mientras abría el falsete. Era verdad. Hicimos una cacería abundante. Sólo nos pidió que si volvíamos, le lleváramos unos cartuchos de calibre .22 y nos los pagaría. De su morral, un compañero sacó una caja de 50 y se la regaló. Feliz, el campesino dijo que teníamos su permiso permanente para entrar a la parcela cuando quisiéramos.

No siempre la hospitalidad aparece. Habíamos dados con un cazadero en un rancho de la costa. Como el predio estaba solo y hacia la carretera no había lienzo alguno, entramos. Dos jornadas consecutivas llenamos los morrales. Al siguiente domingo, volvimos. A eso de las 9 y minutos, cuando los morrales estaban medio llenos y las parvadas entraban sin cesar, uno de los compañeros me llamó por teléfono. Me pidió que saliera a tal punto. Acudí. Guardias armados nos pidieron que saliéramos del rancho. Por supuesto, nos retiramos.

En otra jornada, acudimos a un potrero donde habíamos tenido buenas cacerías de palomas -en ese sí teníamos permiso del dueño- y encontramos una rotunda soledad. A esa hora, algunas bandas de huilotilla se levantaban del zacatal a los árboles cercanos. Era la señal de que habían comido y buscaban los sesteaderos. Si tirábamos, a los primeros disparos se irían para no volver. Decidimos partir a buscar otro cazadero o retornar a la ciudad a desayunar temprano.

En el trayecto de regreso, por mera casualidad, dimos con un monte plagado de palomas de alas blancas. Hicimos una buena tirada a pesar de que ya era más o menos tarde, es decir, hacía casi una hora que las bandas habían comenzado su movimiento matutino a los lugares de alimentación. Nos fue bien.

Estábamos a punto de abordar la camioneta cuando apareció un hombre en motocicleta. Era un gordito hablantín. Sacó una alforja y nos ofreció cuchillos de Sayula. Buen vendedor, mostraba las artesanías. Hablaba maravillas de ellas e intercalaba historias de que había partido de un lejano pueblo de Jalisco en su vehículo y se dirigía a Tecomán a vender. Volvía al elogio de sus mercancías para luego narrar una anécdota. Negocié con él por dos, uno de ellos con chacha de cuerno de venado y una funda de cuero bien elaborada. La diferencia eran 50 pesos y me propuso tirar un volado. Le dije que mi madre me aconsejó siempre no apostar. Se quedó pensativo. Luego resolvió: -De acuerdo. En lugar de los 50 pesos de la diferencia, deme dos huilotas-. Quería los pájaros porque nunca los había comido. Así cerramos el trato.

Apenas se había retirado el cuchillero, apareció otro motociclista. Era un muchacho de no más de 20 años. Se detuvo y comenzó la plática. Aficionado a la cacería, nos presumió una pequeña joya, un rifle .22 Browning que después de comprarlo a bajo precio hubo de repararlo. -Me han ofrecido 20 mil pesos por él y no lo suelto- dijo. Bonita el arma. Se despidió. Tenía prisa porque iba a su pueblo y antes debía recoger dos tejones que abatió cuando venía y los dejó escondidos en el monte. Iba contento el joven cazador.

Mientras las cacerías de venado son por lo general en solitario, sobre todo cuando se hacen al acecho, las de huilota suelen menudear en encuentros casuales con otros cazadores, con campesinos o personas que se detienen al paso a platicar. Aunque las hay hoscas, urañas y hasta hostiles, por lo general son amables y sólo quieren conversar un poco con esos citadinos extraños que andan en los montes por puro gusto.