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ARMANDO MARTÍNEZ DE LA ROSA
La sinuosa lengua
Sábado 09 de Enero de 2021 8:44 am
NUESTRO idioma, potente, extenso y hermoso, dispone de expresiones
peculiares para comunicar ciertos estados de ánimo y los pensamientos más
variados. Con ellas nos damos a entender y resultan acordes a la idea que se
desea exponer a quien nos escucha. Carentes de racionalidad, se doblarían ante
un análisis lógico si nos atenemos a su literalidad. Pese a tal aparente
deficiencia, lo importante es que nos sirven al propósito del habla. Una de tales expresiones
me ha llamado la atención desde niño. -¡Por vida de Dios, ya deja de fumar!- En
ese tiempo, entendía el sentido de la frase y nada más. Ahora, en un análisis
racional, no se sostiene. Veamos. ¿Tiene vida Dios? La vida es un
acontecimiento temporal que acontece en un determinado espacio. Es un fenómeno
natural en el espacio-tiempo. Se inicia y se acaba. Dios, en cambio, no tiene
principio ni fin, según el concepto del cristianismo y del resto de religiones.
La vida es una creación. Dios no es creado y por tanto tampoco puede morir,
desaparecer. En cuanto eterno, está por encima de toda temporalidad y de todo
espacio. Entonces, en congruencia con las ideas católicas, Dios es, y
para ser le es innecesaria la vida, por contraparte de los humanos, su
creación. Por tanto, a la luz de
la razón y sólo la razón humana -tan limitada- es ilógica la expresión ¡por
vida de Dios! Como fuere, se trata de un recurso idiomático ajeno a cualquier
teoría teísta. Entre muchas más, a otra
expresión coloquial, la encuentro -siempre recurriendo a la lógica de su
literalidad- sin sentido. -¡Hagámoslo ante de que otra cosa suceda!- Contiene
una arenga a la previsión y al conjuro, es decir, a evitar que un
acontecimiento que, sin embargo, nos resulta etéreo o al menos impreciso. Nadie
sabe qué cosa es esa “otra cosa” que no se desea cumplida porque, se infiere,
puede ser mala. Tampoco es errónea, pues cumple el cometido de comunicar una
idea sobre determinados hechos. En el habla colimota de
la región del norte, de muchos y sabrosos giros, la orientación geográfica
suele referir dos puntos cardinales: arriba y abajo. Cuando solicitan a un
colimense la ubicación de un punto cualquiera, los turistas padecen. -Disculpe,
¿dónde queda la plaza comercial fulana?- preguntan. -Ah, es fácil llegar-
responde el comedido. -Dele cinco cuadras para arriba y luego dos a su
derecha-. El visitante desconoce hacia dónde es arriba o abajo en Colima, de
modo que se queda en las mismas o acaso más desorientado. A un sobrino mío, de
unos cinco años entonces, su papá, mi hermano, le permitió por primera vez
salir solo a la tienda de la esquina. Tenía que cruzar la calle. Y el protector
padre le indicó: -Antes de cruzar la calle, te fijas arriba y abajo si viene
carro-. Obediente, el niño se colocó a la orilla de la banqueta, levantó la
mirada al cielo, primero, y luego al suelo, y arrancó a la otra acera. Por
fortuna, no transitaba auto alguno. Para quienes nacimos y
vivimos en esta tierra de Dios y María Santísima, arriba es hacia los volcanes
y abajo es hacia el mar. Son nuestros dos puntos cardinales fundamentales.
Quien no los entienda, no es colimote de cepa. El habla de Colima
conserva numerosos vocablos de un español antiguo. Puede ser que desde tiempos
del virreinato se hayan acendrado en nuestra tierra y permanecido hasta estos
pandémicos días. Un ejemplo es la palabra portillo. Entre nosotros, significa
únicamente agujero. Si bien es vocablo reconocido por el Diccionario de la
Lengua Española, editado por la Academia, con varias acepciones, sólo en Colima
conserva claramente tal sentido, el de agujero, excluyendo el resto. -¡Ya te
voy a tirar esos calzones aportillados!- decían las mamás a los críos usuarios
de tan deteriorada prenda. Uno de los usos de
portillo, admitido por la Real Academia de la Lengua, es el paso entre dos
montañas. Es sinónimo de puerto en tal contexto. Donde se juntan dos cerros, en
Colima se le llama puerto, con toda corrección. Y también se le puede llamar
portillo. Pero si a un colimense de raíces hondamente locales le dijesen que
observara el portillo entre dos elevaciones, buscaría un agujero, no un paso
transitable. Una de las primera
ocasiones que salí de Colima, a la hora de la merienda, me ofrecieron, en casa
ajena, un pocillo de café. -¿Un qué?- pensé. Y me imaginé un pozo pequeño. Por
cortesía, acepté. Me sirvieron una humeante taza de café. ¿Así que a este trasto
le llaman pocillo por estos rumbos? Cuando en Colima oigo a una persona
referirse a “un pocillo”, de inmediato sé que no es colimense. Darse a la tarea de
desmenuzar el idioma por medio de la lógica, cualesquiera a que se recurra, es
tarea inútil, ociosa, pérdida de tiempo. Como aquellos petulantes que pretenden
corregir a quien dice “un vaso de leche” y se apresuran a dar cátedra: “un vaso
con leche”. Ambas formas son gramaticalmente correctas, aunque
por jerarquía de uso adverbial de se impone porque denota el contenido
de algo, una de sus muchas acepciones. Quienes dicen “un vaso con
leche” tal vez traten de evitar confusión, pues el vocablo de
también indica el material de que está hecha una cosa, por ejemplo, una mesa de
madera.
Quiero decir
con esto que el idioma no es lógico y tampoco es ilógico. No se le puede buscar
sentido en la literalidad. Sucede que la lengua es alógica, esto es, resulta
hermética al rigor del análisis lógico. El idioma cambia conforme al uso de los
hablantes, son ellos quienes lo construyen, lo modifican y lo enriquecen. La
nuestra es lengua viva, fuerte y de largo futuro. Por eso mismo, resulta
correcta la expresión ¡por vida de Dios!, igual que miles más que le son
similares en capacidad de comunicación.