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El río se vuelve mar



JULIO IGNACIO MARTÍNEZ DE LA ROSA


Sábado 16 de Enero de 2021 8:23 am


TODA la vida disfrutamos las corrientes de agua, lagos, lagunas y el mar. Es un privilegio bañarse en esos charcos. Las competencias infantiles era ver quién resistía más tiempo bajo el agua. De niños jugábamos a ver quién saltaba desde más alto en la alberca o en el río, aunque no de clavado olímpico. No todos tenemos ese privilegio, hay quienes no conocen el mar y se asustan cuando por primera vez ven la inmensidad de agua colgada del horizonte.

Báñate para que la sal del mar no te duerma, nos decían de niños. Y nos bañábamos en las enramadas playeras, nos sentábamos en una silla de descanso y nos dormíamos frente al mar. Las olas nos arrullaban. Cuando enrolladas tronaban al romperse cerca de la orilla, nos despertaban. Recibíamos el viento suave y terso, siempre preferíamos el arrullo gracias al cansancio de andar todo el día saltando las olas. Seguía un sueño profundo.

Siempre me pregunté si el mar tenía dedos en la tierra. Los ríos que desembocaban en el mar se me figuraban largos dedos, esas extensiones dibujadas en los libros de texto de la escuela primaria. Grandes cauces, ríos eternos dadores de vida a un sin fin de especies animales y flora. La naturaleza es sabia, sin duda, los estira, moldea y acomoda de las partes altas a las bajas para que no se estanquen y corran por tierras que hoy son codiciadas porque significan dinero y vida.

La historia registra que las civilizaciones exitosas se instalaron cerca del agua para vivir bien. Cuando se hicieron sedentarios, su agricultura pedía agua, ellos y sus animales también. La falta de agua de lluvia afectaba sus cultivos, entonces pedían compasión a sus dioses. Cada rumbo del mundo tuvo sus deidades. Tláloc, Metzaboc (lacandón) y tantos más. Todos tenían sus rituales.

Los ríos siempre han sido importantes para todos. Aguas arriba en las zonas frías los peces son especialmente sabrosos y su pesca es deportiva. Conforme baja al mar, el río cambia. En el trópico son lentos y anchos, algunos son profundos, su fauna es diferente. Todos pueden ser peligrosos.

El mensaje de fortaleza que nos da el agua turbulenta y sus estruendosos rápidos, lo ancho del cauce y en algunos casos su fauna agresiva, nos llevan a pensar en que los ríos son eternos. Decía un amigo veracruzano que el río Jamapa se imponía desde el altiplano, marcaba a ciudades como Orizaba y Boca del Río, conurbada con Veracruz, y al llegar al mar se desvanecía. Su ancho cuerpo perdía valor frente al mar en el último kilómetro y cuando había viento del norte luchaba contra las crestas de las olas verde oscuro. El río siempre perdía.

Es la última lucha de cualquier río. Atrás queda su riego, quedan sus paisajes, deja su gran obra por la agricultura y por el agua que da a aquellas ciudades que lo invocan a su paso. Vistos desde las alturas son un camino brillante, una culebra de agua que frota las paredes bajas de los cerros y montañas. Cede ante sus formas curveadas o las aprovecha, quizá las moldea. Abajo, junto al mar, son otra cosa. Algunos daban paso a navegantes españoles, hoy las panguitas de pescadores surcan el espejo para llegar a sus viviendas.

Al terminar su camino por la tierra, el río pierde su viejo valor. Al estar frente al mar se achica, se debilita. El humano no le teme, ahora le teme al mar. En la zona de transición, ahí donde el agua se entibia, nada es de nadie, ni río ni mar. Sólo las aves marinas ganan su comida con facilidad.

El río llega al agua salada del océano y lo mancha. El color de tierra de montaña pinta el mar. Anchas sábanas cafés se estacionan frente a la desembocadura anunciando el paso del río. Entonces, las olas festejan el triunfo del mar, se agitan y lanzan espuma, porque el río se convirtió en mar. Esa agua subirá a las nubes y caminarán sobre la tierra para oscurecerse en las montañas y luego caer en forma de agua de lluvia que irá al río para que reinicie su curso y se vuelva mar. Eterno ir y venir virtuoso.

 

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