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Sabbath



ARMANDO MARTÍNEZ DE LA ROSA

Bichos de la noche


Sábado 16 de Enero de 2021 8:33 am


1.- De noche, el bosque torna a la actividad animal. Abundan los bichos faenando por la vida, en busca de alimento, agua o pareja. Primero, se les escucha caminar por los senderos para ellos cotidianos. Tienen trazadas, a fuerza de andarlas, avenidas entre la hojarasca, las piedras y la tierra suelta. Exploran aquí primero, allá en seguida. Se detienen y segundos después echan a caminar de nuevo. Parecen tener horario.

Ahora, suenan las pisadas del tlacuache, tan parecidas a las del venado que suelen confundir hasta al más experto cazador. De pronto, una ráfaga de viento trae a uno el olor a almizcle desprendido de sus glándulas. Leve, sí, pero suficiente para notarlo. A estos marsupiales miopes, se les adivina la agudeza del olfato. Enderezan la ruta y vienen a parar a los pies del humano que los observa con una luz leve. Brillan sus ojos pequeños, colorados, vivaces. Se colocan como si alrededor no hubiera otro ser que ellos. Las personas ni los inquietan ni los atemorizan. Buscan sustento. Hay que darles un poco, por ejemplo, un huevo cocido que tragan con deleite. Como Fidel, comen y se van.

2.- Le queda el nombre que ni mandado a hacer. Es un conchudo. Se ha paseado desde hace horas, intermitente, en el área menos inclinada de la ladera. Se desplaza en pequeñas carreras, como si lo empujaran a tramos cortos. Arrastra la cola, husmea por si encuentra un insecto para nutrirse. Es un experto. Sin dientes, traga los infortunados bichos diminutos escondidos bajo las hojas secas que el viento desprendió de los árboles. Bajo ese mantón deshidratado, quebradizo, estridente, habita la proteína. Va y viene. Parece que nunca se cansará. Pasada la medianoche, termina la jornada. El armadillo regresa a su cueva antes de que un felino salvaje lo devore.

3.- Desde la plataforma de lanzamiento de las ramas altas de un zangualica, un carretero o un espino blanco, la aeronave emplumada sale volando. Apenas se percibe el corte del aire cuando pasa cerca del hombre que aguarda al ciervo, al jabalí, al tejón. Largo el zumbido, comprueba el Efecto Dopler, es decir, el sonido lejano que aumenta de intensidad conforme se acerca al oyente la fuente emisora, llega al punto máximo cuando está sobre la cabeza del humano acechante y disminuye conforme se aleja. Quizás ha empezado la faena, tal vez su oído sensible oyó a la distancia una presa, un ratón, una serpiente. Y va por ella. Al búho le ilumina el mundo hasta la ínfima luz de las estrellas, le es suficiente a sus ojos nacidos para la noche.

Poco después, se posa en otra rama. Canta. Su himno recuerda el rebote de una pelota de pinpón acortando su movimiento hasta quedarse quieta. ¿Es la voz después de comer? ¿Llama a la pareja? Vaya uno a saber. Lo cierto es que arrulla.

4.- Arriba, mucho, casi en el filo del cerro observado desde la barranca, por donde se encuentran el roquedal, los riscos, a eso de la medianoche y en ciertos días de invierno, la oscuridad se puebla del sonido de las víboras de cascabel. Parece croar de ranas y es, sin embargo, la voz de esos temidos reptiles. La escucho, pero nunca las he visto en concierto. Un buen amigo, Ricardo López, me contó haberlas observado de cerca mientras entonaban felices su canto. Tienen fama de sordas. Según algunos biólogos, perciben los sonidos transmitidos por la vibración del suelo, por ejemplo, cuando se camina cerca de ellas. Si se ven en peligro, su cascabel advierte. Si puede, huye. Las mordeduras suelen ocurrir cuando se les pisa por accidente o cuando, con imprudencia, se les manipula. Agresivas no son, salvo si su vida está de por medio. El canto dura poco, no más de una hora. Uno se da cuenta de su número por ese sonido. Y por estos montes, son muchas.

5.- Zumban cerca. Rápidos, esquivos, quiebran el vuelo. Los murciélagos han convertido la noche en espacio de navegación. Si el cazador se queda quieto, inmóvil, pronto rondarán estos mamíferos voladores. Entonces, se aproximan. Supongo, sólo supongo, que se trata de un vuelo de reconocimiento. Tal vez desean comprobar qué es ese bulto extraño emisor de calor, sudor. ¿Huelen la sangre? No lo sé. ¿Su vuelo tan cercano les indica si la potencial presa duerme y entonces pueden descender, silentes, a beber un poco de sangre? ¿O sólo son curiosas aeronaves no hematófagas, esto es, bebedores de néctar? Los murciélagos son polinizadores eficientes.

6.- También por el filo de la montaña, ocasionalmente pasa el mojocuán, ocelote, uno de los felinos salvajes de México. Del tamaño de un perro mediano, pelaje parecido al del jaguar, faena la oscuridad en busca, como todos, de comida o pareja.

Cuando el mojocuán habla, el bosque calla. Cuando el gato exclama su ronda, los venados silban y escapan para envolverse después en un largo sigilo de horas. El felino sigue su ruta. Acaso se quedará en ayunas hoy y mañana. Una de tantas noches, tendrá suerte y comerá un venado distraído o débil, viejo, un jabato, un escandaloso tejón que morirá chillando, un conejo agazapado, estatuario cuyo truco de inmovilidad es infructuoso esta vez, la última para él.

Aquí, cada quien se ocupa de lo suyo. Comer y resguardarse. Faenar y comer. Trajinar por pareja. También yo espero, atiendo los ruidos del silencio, aguardo, tal vez hoy haya suerte.