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ARMANDO MARTÍNEZ DE LA ROSA

La tragedia en un maletín


Sábado 06 de Febrero de 2021 2:49 pm


CARGÓ dos años la carta de despedida en un maletín por si muriera cualquier día de tantos. Viajero por imperativo de su modo de ganarse la vida exponiéndose a perderla, el papel se ajó y la tinta estuvo a punto de borrarse cuando finalmente fue leída por su esposa, mucho después de que él partiera.

“Si estáis leyendo esto, todo habrá acabado”, decía la primera línea escrita de su puño, su letra tan personal como la de cada uno. En esos años todavía sobrevivían los manuscritos, los mensajes se redactaban sobre papel, a tinta o a lápiz. Era la costumbre. Con lápiz, menos frecuentes, dejados acaso a los excéntricos como Ernest Hemingway, que se levantaba a escribir temprano, de pie, con una disciplina casi rutinaria propia de los genios.

La carta de Iván, en cambio, estaba escrita a tinta, con un bolígrafo de esos comprados en la tienda de la esquina, en cualquier papelería de barrio. Cuando murió tenía 36 años y desde los 34 llevaba la misiva escondida en el maletín de sus privacidades, donde se adormecen las intimidades más discretas y se marca la impronta de los sentimientos más profundos. Cada hombre los guarda a su manera, casi siempre en la memoria, para retornarlos cuando el momento lo indica, en la retrospectiva emergente de un fondo de apariencia lejana, siempre a la espera de renacer.

Para él, la necesidad se imponía. Adivinaba que la muerte podría atajarle el paso, salir de los repechos de la vida sin darle tiempo a avisar a quienes amaba. Un día, en el reposo, adscrito a la melancolía y mirando a los ojos de la fatalidad, decidió adelantarse para que nadie, ni siquiera la poderosa muerte, le impidiera dar el último mensaje.

Los hombres como él se hablan de tú con la muerte. La entienden en el territorio de los binomios: la muerte se debe a la vida, son inseparables. Pero hay quienes –Iván era uno de ellos– todos los días se pasan la muerte por el filo del cuerpo. Escapan, giran, la miran a los ojos y cuando se acerca, echan mano de sus destrezas y siguen vivos. ¿Hasta cuándo? Quizá hasta mañana por la tarde o dentro de medio siglo. Vaya usted a saber.

No es que anduviera buscando el fin ni desafiando farios por ver si los encontraba. Por lo contrario, cada día, cada tarde, cuando sus ojos y los del destino se encontraban de frente, para vivir había que sostener la mirada, estar al alba, a veces quieto como un mármol imperecedero, a veces moviéndose unos pasos para mantener distancia prudente, sutil y salvadora.

Meses atrás, un colega suyo, compañero queridísimo, entre quienes se profesaban respeto y admiración recíproca, el matador Víctor Barrio, el de la faena inmarcesible en Las Ventas, había muerto de tres cornadas terribles. Iván, Iván Fandiño, encontró el espejo que no quería ver ni verse en él. Poco después, en la faena a uno de tantos toros, lo brindó al padre de su amigo ido. Estremecedor, permanece. Es uno de los brindis más emotivos en una plaza de toros. Iván se acercó esa tarde a las tablas, en su mano la montera y los arreos en el brazo izquierdo, con elegancia de torero fino. Y le dijo al padre de su amigo, que bajó desde tercera fila a barrera y se inclinó sobre el cable de acero al borde, apenas el callejón de por medio, para escucharlo.

Dijo Iván, con una voz como surgida del metal de su estoque: “Padre de torero grande, este brindis es una mierda porque seguramente no cambia nada. Pero lo que sí que te puedo decir, es que tu hijo ha dignificado nuestra profesión. Gracias a él, nosotros podemos sentirnos muy orgullosos y defendidos en todo el mundo. Ahora, también es cierta una cosa: él está en la gloria, donde la mayoría de los mortales sueñan estar y jamás podrán”.

El padre de Víctor Barrio recibió la montera que le lanzó Fandiño, levantó el pulgar, sonrió apenas, con una tristeza resignada y recóndita como todas las tristezas verdaderas. Y, como aguantando el llanto, regresó a su lugar.

“Probablemente, el precio que me ha tocado pagar es demasiado duro, pero mi alma está tranquila”, decían otros renglones de la carta de Iván a su esposa, su familia, su apoderado y su hija, que habría de nacer unos meses después de la fatal cornada de Provechito, de la ganadería de Baltasar Ibán. La tarde del 17 de julio de 2017 –un año y una semana después que Víctor Barrio caía en el albero– el burel le perforó el hígado, un pulmón, un riñón y le destrozó la vena cava inferior. En la enfermería de la plaza francesa de Mont-de-Marsan, los médicos lo revivieron de un paro cardíaco; del segundo, cuando lo trasladaban al hospital, ya no volvió.

Su mujer, la ecuatoriana Cayetana García Barona, hija del ganadero de bravo Luis Fernando García, encontraría la carta tiempo después en el maletín de la tragedia que Iván cargó dos años como un amuleto para escapar a la fatalidad, al destino inevitable de un espada que abrió la puerta grande de Las Ventas, la del Príncipe, en Sevilla, y muchas otras más en España y fuera de ella.

Como las líneas paralelas, la vida y la muerte caminan juntas. Pero a diferencia de aquellas, un día se juntan. Las de Iván Fandiño convergieron demasiado temprano, como si tuviesen prisa.