Cargando



De ayer y de ahora



ROGELIO PORTILLO CEBALLOS

Habla medido y solo con buena intención


Domingo 21 de Noviembre de 2021 7:47 am


LAS palabras tienen una fuerza extraordinaria. Pueden influir profundamente. Algunos las consideran como balas que pueden herir o matar. También pueden curar, ser suaves y afectuosas, y penetrar hasta el corazón y hacerlo cambiar.

Normalmente se presta mucha atención a la importancia ética de los actos humanos y sus consecuencias, pero también existe el poder moral de las palabras. Uno de los signos más claros de una vida con valores es hablar correctamente. Perfeccionar el modo de hablar es una de las piedras angulares de todo un programa de superación humana y espiritual.

Ante todo, piensa antes de hablar para asegurarte de que hablas con buena intención. Hablar de más o irse de la lengua es una falta de respeto hacia los demás. Descubrirte a la ligera es una falta de respeto a ti mismo. Los sabios siempre han recomendado que quien desea mejorar tiene que acostumbrarse a que cada palabra que llegue a sus labios pase primero por su cerebro, para que allí se juzgue si la debe pronunciar o si conviene callarla.

Muchas cosas que al calor de la conversación parece que se pueden decir, si se razona calmadamente se llega a la conclusión de que lo mejor será no decirlas. Es necesario callar muchas veces esas ocurrencias o vivezas que nos vienen a la mente, porque lo impulsivo no siempre es lo mejor y muchas veces es lo menos conveniente.

La lengua del ser humano para que se contenga dentro de los límites de la prudencia, debe ser gobernada cuidadosamente porque todos estamos inclinados a hablar más de lo debido y a decir lo que no conviene. O como dice un pasaje bíblico: “Los seres humanos somos capaces hasta de domar las mismas fieras, pero lo único que no logramos dominar completamente es la propia lengua”.

Hablar mucho proviene casi siempre de una falta de dominio de sí mismo. Y así como no se logra tener control de la lengua, tampoco se logran controlar otras inclinaciones indebidas. Hablar mucho proviene también del gusto que se siente por escucharse a sí mismo, olvidando que los demás no sienten al oírnos la misma satisfacción que nosotros sentimos al hablar.

“De esos sacos llenos de palabras no hay que confiarse”, dicen los psicólogos. Además de querer ser protagonistas, el hablar en demasía puede provenir de estar muy enamorados de nuestro propio parecer y queremos imponerlo a otros, pretendiendo dominar en la conversación y que todo mundo nos escuche como maestros.

Por eso, mucho ojo, ya que abundan los que expresan cualquier sentimiento, pensamiento o impresión que sienten. Arrojan indiscriminadamente de sus bocas un contenido contaminado, confuso y a veces mal intencionado siendo indiferentes a las consecuencias.

Esto es un peligro tanto en sentido práctico como moral. Evitemos hablar de manera indiscreta y maliciosa sobre las personas o sus asuntos. Aunque te guste el chisme o sientas sabroso meterte a juzgar reputaciones o vidas ajenas, lo mejor es actuar con prudencia ya que hablar desenfrenadamente es como ir dando bandazos en un vehículo sin control, destinado a caer en la cuneta.

La locuacidad o costumbre de hablar demasiado, trae dañosas consecuencias. “El locuaz tiene más larga la lengua que la mano”, dice el refrán ya que sus obras no equivalen a sus palabras. Además, la locuacidad lleva a decir mentiras, a murmurar, a contar lo que se debería callar, a pronunciar palabras inútiles y hasta dañosas.

Y por favor, no nos alarguemos en conversaciones demasiado prolongadas con personas que demuestran que se cansan de nuestro mucho hablar. Y aún con personas que son muy educadas, tratemos de no cansarlas con exagerada palabrería.

Ojalá que toda persona que trate con nosotros quede con deseos de volver a escucharnos y que nadie tenga que alejarse de nuestra presencia con indigestión intelectual de tanto oírnos hablar.