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Monarquías



AVELINO GÓMEZ


Viernes 09 de Septiembre de 2022 7:32 am


TENÍA modales suaves y un cuerpo hermoso. Resultaba agradable verla llegar, fresca y lacia, al salón de clases a las 8 de la mañana. A decir de todos, era la más linda del campus. Tenía, no obstante, una visión de la vida tan superficial como caricaturesca, y no dudo que fuera fiel lectora de la revista ¡Hola!

Pongo un ejemplo: cuando le preguntaron qué deporte le gustaba practicar, ella contestó sin vacilar que esquiar en nieve. En este punto vale decir que, lo más cerca que ella había estado de la nieve, fue cuando vio caer granizo en la sierra de Tapalpa, durante una excursión en la preparatoria.

Era tan bella como para creer que su porte y gracia le daba derecho a tener súbditos. Gracias a esa convicción, fue reina en el concurso de belleza. Y resultó ser buena emperatriz: representaba con dignidad a la comunidad estudiantil; cuando lucía su cetro y corona en las pasarelas, agitaba delicadamente la mano derecha para saludar a sus súbditos. También tenía buenos deseos e ideales: soñaba con la paz del mundo y acabar –nunca dijo cómo– con la miseria y la hambruna en África. Nunca le pasó por la cabeza que vivíamos en un país donde la mitad de la población rayaba en la pobreza. 

Por lo demás, yo no olvido su semblante descompuesto cuando se enteró del trágico fin de la Princesa Diana. Le guardó luto por 3 días. Ayer, cuando leí la nota de la muerte de la Reina Isabel II, volví a recordar a aquella muchacha. 

Recordé también a nuestro gobernante, que no es rey, pero vive en un inmueble –declarado patrimonio de la humanidad, por cierto– al que llamamos Palacio, pues allí habitaron los virreyes en la época colonial. Este país no es una monarquía, pero nuestros gobernantes, a veces, tienen delirios monárquicos. No se perpetúan en el poder, pero antes de concluir su mandato se arrogan el derecho de proponer a un sucesor. Al fin y al cabo la ciudadanía da la última palabra. 

Lejos estamos –qué bueno– de aquellos tiempos cuando la gente, al ver que su gobernante era tirano y tonto, lo ponían frente a la guillotina: cortábanle la cabeza y luego prorrumpían en aplausos. Después, procedían a elegir a otro noble en la línea sucesoria. Ah, cuántas barbaridades se han cometido por gobernantes y gobernados, y cuántas más se seguirán cometiendo. Para buena suerte, nuestro gobernante no es un monarca con poder absoluto. Pero, debido a sus actitudes, ya no sabemos a ciencia cierta qué es.