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LO ESCRITO PERMANECE



JESÚS ADÍN VALENCIA

Zorda: el sonido azul de una caída


Miércoles 24 de Julio de 2024 8:03 am


ARMANDO Salgado, Guillermina Cuevas y mi persona, Jesús Adín Valencia, el pasado lunes 22 de julio en instalaciones de PuertAbierta Editores, acompañamos al escritor chileno, Octavio Gallardo, para la presentación de su libro titulado Zorda. La obra gira entorno de una niña chilena, quien reconoce tener dos madres en tiempos de la dictadura de Pinochet.

La niña es cuestión es Zorda, con Z, que visual y fonéticamente, me parece, le da mayor énfasis dada la fuerza del sonido y el trazo en dos bifurcaciones; la “s” resulta sinuosa, grácil, serpenteada; la “z” zigzaguea, como quien esquiva, sortea, “entre bombas y estallidos”, como expresa en su primera página. La Z es el trayecto de una espada, es una voz que se quiebra.

La editorial entiende bien la psicología del color; con sus ya características formas rectangulares y colores. En portada aparece el fondo blanco, un lienzo, con una banda roja para el nombre del autor, y “Zorda”, sobre una tira azul. Bastante afortunados los tres colores, pero concentrémonos en el azul, por triste, melancólico, poético.

En el capítulo “Canción de Cuna”, mamá tiene los ojos azules; en “Desamparo azul”, refiere una casa; más tarde, la niña usa en la escuela una bic azul, raya círculos; en “El polvo del ánfora” empieza por señalar momentos azules; el antepenúltimo capítulo se titula: “Desaparecida en el área azul de la noche”; Por último, la luz del faro es azul.

Zorda es un libro redondo, da la vuelta, justamente, como la luz del faro. La voz principal en primera persona, nuestra niña, crece y observamos en este fragmento de memoria, interacciones con la otredad, sobre todo, dos mamás; Ana, adoptiva, y María, biológica, dentro de un ambiente ríspido.

La nada, volver a ella, con “La Muerte”, desde el primer capítulo. Como dato al margen, alguna vez leí o vi la ponencia de cierto academicista olvidable, sobre Kafka, lo evoco y me resulta ineludible ahora por el centenario de su muerte. El crítico desestimaba el íncipit en torno a Gregorio Samsa, y su argumento era que si el autor se negaba a la aparición de un bicho en la portada, por revelar demasiado, parece incongruente que haya iniciado por decirnos la trama, casi desenlace al evidenciarnos al bicho; pero este recurso, más que exponer de más o no correr el velo a fuego lento, anticipa la fatalidad. Así en Zorda, a manera de epílogo marca un hilo conductor, hacia dónde nos dirigimos, señala el sino de nuestro personaje principal, con una imagen impactante, poética, fílmica; mencionaré conceptos abstractos y concretos como palabras clave o golpes mudos al tímpano para quien sepa leer poesía, equiparable a quien sabe leer los labios: conciencia, silencio, faro, viento, peñasco, agua, olas, rocas, muerte, vida, sonido.

Al impacto inicial, porque hay conciencia después de la muerte, las rocas pierden dureza y se vuelven canal de parto, umbral, portal para llevarnos lectores al mundo de una niña de seis años, diagnosticada con hipoacusia, que va creciendo y vamos escuchándola, siempre con la voz madura de una mujer, y detrás, un hombre, parafraseando a Borges, porque “¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza de polvo y tiempo y sueño y agonías?”; el autor, omnisciente, hace una biografía aumentada con recursos que la poesía permite, a través de la niña y otras voces, como María, por ejemplo, quien oraba por todos mas no por ella; aparece Bastidas, el adolescente enamorado, hablando desde la oscuridad, con su capucha negra.

Atestiguamos una historia de vida, como pudo y puede ser la de cualquier niña, entre diálogos directos e indirectos. En buena medida, Gallardo es juglar en tiempos de Pinochet, en medio de protestas, tortura, violencia, muerte, mientras la señora Hiriart brindaba servicios de salud; así, un otorrino revisa a la niña en su comunidad, vaya régimen que trata de paliar actos genocidas en un embutido, dijera Nicanor Parra, pero “¡un embutido de ángel y bestia!”.

El libro, la prosa poética en Zorda, en ningún momento cae en lo político panfletario (aunque el oído derecho es el más debilitado, por cierto), su única doctrina es el humanismo, en recocernos seres sensibles, pasajeros, para el caso, sinestésicos, porque se nos invita a sentir las imágenes, ver y escuchar semillas que tocan el viento, no al revés, porque estas van en el ir y venir de las olas, viajan y fecundan, tal vez arrojadas por un barco, como el acto de un padre desconocido, y nacen “choclos”, pero decimos en México: mazorcas de maíz.

Ningún personaje está de más, le abonan a cual más al cuerpo de la historia, en el contexto de la niña sin nombre; María es esencial, como Ana, también lo son Francisco, Jaime, Alberto, Enrique; igualmente Claudia y el bombero muerto en un acto de heroísmo; y Rafael, el de la vocecilla azul; Bastidas, con su carta de amor, dueño, diré nomás de paso, de aquel nostálgico álbum Panini México 86; a Natalia le gustaba el vértigo, mientras Ángel, el cojo, parecía timbal de una campana al caminar. Gallardo realza y sonoriza. Hay clímax o nudo gracias a la interacción, es una novela corta, como una crónica, narra en sentido expositivo, literario, descriptivo, pero sobre todo, emotivo; reitero, es poético, tiene un sesgo de antipoesía incluso, en reposo del drama, gracias a la voz metadiegética de Maria, describiéndose: “así soy, de madera, pero enroscada en el aire, como un poema de algún viejo salamero”.

Ana, mamá de crianza, muere, no sin despedirse de la protagonista. Nuestro personaje vive y camina entre vicisitudes, entre tumbos rumbo a su destino, un acantilado, junto al faro, imagen fálica del principio, como punto inicial para saltar de nuevo y otra vez, fecundar con la ayuda del viento, ese viento de Neruda en el Poema 20; como en Azul de Rubén Darío y su viento: “que lleva vibraciones de liras eólicas, y el eco de los tímpanos de plata que suenan los silfos”; en Zorda, Darío se observa en una estatua por la calle Merced, al costado del parque. Zorda tiene un salto al vacío, es azul, como el proclamado de Yves Klein, con los brazos abiertos, sólo dejándose caer hacia la finitud del hombre, o de la niña, mas no del ser, “en perfecto equilibro entre estar y no estar”.