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La tierra que cambió de manos



RUBÉN DARÍO VERGARA SANTANA


Jueves 12 de Diciembre de 2024 8:10 am


EN un rincón olvidado de México, donde las manos campesinas moldearon por generaciones la riqueza de la tierra, don Ramón se encontraba frente a una persona que le prometía lo imposible. Con palabras melosas y un contrato que parecía más un acertijo, le ofrecieron lo que nunca había tenido: una camioneta usada y un puñado de billetes que, por más que brillaran, no eran suficientes para comprar la seguridad de su futuro.

La parcela que don Ramón había cultivado con sudor y esperanza iba a cambiar de dueño. Aquella persona no veía la tierra como el sustento de una familia, sino como una oportunidad de negocio. Era un hombre que no conocía el aroma de la milpa ni la dureza de los surcos. Como muchos otros, venía cargado de promesas, con información privilegiada proporcionada por instituciones que, en teoría, debían proteger al ejidatario.

Pero don Ramón no sabía. Nadie le explicó el verdadero valor de su tierra, ni su potencial para el desarrollo. Las instituciones de gobierno, responsables de velar por el bienestar del ejidatario, habían fallado en su deber. Las oficinas agrarias, que alguna vez prometieron justicia, estaban ausentes. Las secretarías encargadas del desarrollo turístico y económico parecían más preocupadas por atraer inversionistas cuyo único interés era obtener ganancias inmediatas, que por proteger a los campesinos.

Así, bajo el manto de la especulación, llegaron los “nuevos y exitosos ejidatarios”. Eran hombres ricos que abrevaron del Gobierno, ahora disfrazados de campesinos, quienes se aprovecharon de las leyes agrarias para adquirir el estatus de ejidatarios y asignarles parcelas por migajas. Amparados por un sistema que alguna vez fue proteccionista, convertían la tierra en un bien especulativo, multiplicando sus riquezas mientras los ejidatarios reales quedaban relegados a un futuro incierto.

La camioneta que don Ramón recibió comenzó a fallar a los pocos meses. Los billetes se desvanecieron en gastos cotidianos, y la tierra, ahora en manos de “ejidatarios” que jamás habían pisado un surco, era transformada en fraccionamientos habitacionales VIP, en complejos turísticos y desarrollos industriales. Don Ramón solo observaba desde lejos, sin voz ni participación en proyectos asentados en tierras que alguna vez le pertenecieron.

¿Dónde estaban las instituciones? ¿Dónde estaban las asesorías legales, los estudios de impacto ambiental, las propuestas que prometían un desarrollo equitativo? Todo parecía haberse alineado para beneficiar a los dueños del dinero, dejando a los campesinos desinformados y desprotegidos.

La historia de don Ramón no es única. Es un relato que resuena en cientos de comunidades rurales, donde la tierra, más que un bien, es el alma de sus habitantes. La transformación del ejido, que debía ser un puente hacia el progreso, se ha convertido en un camino lleno de injusticias, donde la falta de información y la avaricia han arrancado el futuro de quienes la trabajan.

Es momento de que las instituciones cumplan su verdadero papel: proteger, informar y asegurar que los dueños originales de la tierra sean los principales beneficiarios de cualquier desarrollo. Porque, en el fondo, el valor de la tierra no se mide en dinero, sino en las vidas que de ella dependen.