DESDE EL PÁRAMO

ARNOLDO DELGADILLO GRAJEDA*
La paradoja del privilegio
Viernes 25 de Abril de 2025 9:31 am
IMAGINE usted a un político. No tiene nombre ni filiación
partidista. Realmente es así: hoy no hablo de alguien en particular, ni
siquiera entre líneas. Lo que describo es un fenómeno. Volvamos al acto
imaginativo: imagine usted a un político. Presume la calidad del sistema de
salud pública (“con el IMSS-Bienestar estamos mejor que nunca); asegura que la
educación pública forma ciudadanos del futuro, con visión intercultural y
sentido comunitario; y destaca con orgullo los programas de vivienda que su administración
impulsa con enfoque social. Imagine que uno lo escucha y, por un momento, queda
convencido de cada palabra. Pero basta con observar sus decisiones personales
para advertir una grieta: su hijo estudia en un colegio privado con
mensualidades de cinco cifras; su esposa se atiende en una clínica de alta
especialidad; él mismo no vive en el fraccionamiento popular que ayudó a
inaugurar, sino en un coto privado con vigilancia y áreas verdes. Después de las vacaciones de Semana Santa (ya que el
viernes pasado Diario de Colima no tuvo edición impresa y no publiqué mi
colaboración), no tenía muchas ideas para mi columna semanal. Sin embargo, tras
mucha reflexión, decidí darle forma a una idea que llevaba tiempo rondando en
mi mente y que finalmente he decidido llamar “la paradoja del privilegio”. Esta paradoja puede resumirse con una frase: “lo público es
bueno, pero no para mí”. Esa lógica resume la historia que narré al inicio.
Insisto: no se trata de un personaje, sino de un fenómeno en el que los
funcionarios que diseñan, promueven y presumen la calidad de los servicios
públicos, rara vez los usan. Ahora sí, pongámosle nombre y partido. Pero no lo haré yo.
Hágalo usted, estimado lector. Le invito a que, en este ejercicio imaginativo,
se pregunte: ¿dónde estudian los hijos e hijas de sus políticos de confianza?
Si la persona en la que pensó encaja en esta paradoja, notará que, aunque
asegura que la educación pública forma ciudadanos críticos y con visión
comunitaria, ha optado por colegios privados donde se imparten materias
exclusivas o se aplica un modelo educativo diferente. Pregúntese ahora, ¿alguna vez se ha encontrado a ese
político en la fila del IMSS-Bienestar, ISSSTE o cualquier clínica pública? ¿Lo
ha visto esperar turno en una sala de urgencias? Si el sistema de salud pública
funciona tan bien como lo pregonan, ¿por qué no lo usan? La paradoja del
privilegio se hace evidente cuando quienes más defienden un servicio público,
lo evitan con esmero. Y por último, piense si ese político (al que usted le puso
nombre, no yo) es su vecino. ¿Comparten banquetas, caminan las mismas calles,
viven la misma inseguridad? ¿Esperan al camión en la misma parada o se
preguntan si esta vez sí llegará la recolección de basura? Si la respuesta es
no, tal vez su personaje también encaja en esta paradoja y habite en cotos
privados, con casetas, vigilancia y áreas verdes. Pero no me malinterpreten: no critico que accedan a lo
privado; lo cuestionable es que defiendan lo público con vehemencia en el
discurso, mientras sus actos revelan exactamente lo contrario. Esa grieta entre
lo que se predica y lo que se practica no es menor: erosiona la confianza
pública. ¿Cómo puede una sociedad creer en un modelo de salud universal cuando
sus principales promotores no se atienden en él? ¿Cómo confiar en la equidad
educativa si quienes diseñan el sistema no lo consideran suficiente para sus
propios hijos? La paradoja del privilegio no es solo un síntoma de
desigualdad; es también un espejo del cinismo institucional. Se administra para
los demás lo que no se está dispuesto a usar para uno mismo. Se predica la fe
en lo público, mientras se vive —con total naturalidad— a resguardo de lo
privado. Lo mínimo que puede exigirse a quienes gobiernan no es que
vivan como el pueblo, sino que vivan con coherencia. O, al menos, que trabajen
para que los servicios públicos alcancen un nivel tal, que ya no sea necesario
huir de ellos. Todo lo demás es simulación. Y la simulación, como bien sabemos,
nunca ha curado a nadie ni ha educado ni ha hecho justicia. *Periodista e
investigador social
Twitter: @rolandonotas