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Informalidad, empresa y Estado



RUBÉN DARÍO VERGARA SANTANA


Miércoles 21 de Mayo de 2025 9:54 am


EN el corazón del centro histórico de Colima, en el Jardín Gregorio Torres Quintero, una mujer prepara verduras al vapor en un modesto puesto semifijo. Su cubrebocas negro la distingue. El espacio es pequeño, pero la fila es larga. No solo venden comida, sino un respiro económico. Este fenómeno no es raro: el comercio en vía pública es la expresión viva de una economía que insiste en hacerse presente pese a los obstáculos.

Detrás de ese puesto hay una historia de esfuerzo: hijos en edad escolar, cuentas por pagar, jornadas extenuantes. Los préstamos con “abonos chiquitos” son el salvavidas momentáneo que, al menor descuido, se vuelven impagables. Te desinflan. No hay horas extras, vacaciones, aguinaldo ni bonos; la familia depende de esa venta diaria. A pesar de su importancia, esta actividad no figura en los modelos de desarrollo económico. El diseño fiscal, el orden urbano y las políticas públicas suelen dejar fuera a quienes, aunque informales, generan riqueza, dinamizan el consumo y permiten que miles sobrevivan.

El trabajo informal sostiene vidas, paga escuelas y cubre medicinas, pero carece de derechos y reconocimiento formal. No son solamente números, son ciudadanos que necesitan espacios dignos y servicios básicos para trabajar. No se debe castigar ni ignorar esta realidad; la informalidad es una forma legítima de subsistencia cuando el mercado formal excluye. La solución es acompañarla con procesos sencillos para tributar y devolver beneficios reales como salud, créditos y capacitación, creando así más oportunidades para quienes impulsan la economía local.

Muchos creen que tener un empleo formal basta, pero no. Hay personas que trabajan jornadas largas que les rompen el cuerpo y el ánimo, sin chance de buscar otro ingreso. Ganan justo para cubrir lo básico, y a veces ni eso. Comer tres veces al día es un privilegio. Se llena el estómago con lo que alcanza, no con lo que nutre. Se ve y se vive: niños con bajo rendimiento escolar, adultos con cuerpos tensos, siempre al límite. Enfermedades silenciosas, preocupaciones que se vuelven rutina como el desayuno que no siempre se toma. Esta vida no es vida, es resistencia.

Y aquí la reflexión más cruda, pero humana: ya cumpliste tu jornada y te pagué, ¿y después qué? No puedo hacerme de la vista gorda. No basta con cubrir un salario si sé que lo que comes no te nutre, si apenas comes dos veces al día, si vives con el estrés de no llegar a fin de mes. No puedo conformarme con decir “para eso está el gobierno”. Sé que el sistema no siempre responde y que los impuestos no curan ni alimentan. Tu salud y bienestar también me importan. Porque tu esfuerzo sostiene este trabajo, y una empresa no es solo números: es la gente que la hace posible. No quiero ser solo quien paga, quiero construir contigo un mejor día.

Este pensamiento evidencia la fractura de una corresponsabilidad básica: empresario, gobierno y trabajador son partes de un mismo tejido social. Cuando el empleo no es digno, pierde el empleado y la sociedad entera. Si no puede educar a sus hijos, si se enferma por mala alimentación o vive en ansiedad, el impacto se multiplica. No es una historia individual, es una herida colectiva que se abre cada día en miles de hogares. Si como empleadores no lo vemos, o peor, si lo vemos y no hacemos nada, somos parte del problema que decimos querer resolver.

No hay economía fuerte con cuerpos débiles. No hay paz sin justicia laboral. Ya es hora de preguntarnos no solo cuánto pagamos, sino qué dignidad ayudamos a sostener.