DON PANCHO Y EMPRESARIOS QUE SIGUEN SU HUELLA

RUBÉN DARÍO VERGARA SANTANA
Miércoles 28 de Mayo de 2025 9:30 am
A don Francisco Martínez Ruiz no le decían “empresario”. Le
decían simplemente don Pancho, o con afecto, don Pancho el chulo. Era un hombre
de palabra, trabajador incansable, cabeza visible de “La Barca de Oro”, tienda
que surtía a la región como si fuera una extensión de la casa de todos. Vendía de todo: abarrotes, sogas, soguillas, clavos, grapas
para postería, maíz, frijol, piezas de queso seco y mucho más. “La Barca de
Oro” era la tienda para todos, desde donde surtía al sur de Jalisco, los
linderos de Michoacán, rancherías, y poblaciones como La Estancia, Ixtlahuacán,
Colima y muchos otros puntos que aún hoy se recuerdan. Nadie salía con las
manos vacías. Su forma de hacer negocio no estaba inspirada en manuales
ni en modelos financieros. Tenía un solo norte: el que nace al oriente, a donde
sale el sol. Ahí nacía cada día su impulso. Su pensamiento estaba alineado con
su actuar. No advertía contrariedad alguna. Vivía con la frente en alto. Era
conocido y respetado por todos. Se confesaba consigo mismo. No necesitaba
intermediarios para conducirse con rectitud. El obispo fue su invitado
frecuente. Su tienda era un punto de encuentro, no una vitrina de poder. Nunca
se jactó de lo que hacía, lo hacía y bastaba. Muchos de quienes fueros sus
empleados se convirtieron en comerciantes exitosos. Pagaba a tiempo, escuchaba, no humillaba. La gente lo
seguía porque sabían que era justo. No entendía de márgenes, entendía de
principios. Su mayor satisfacción no era vender más, sino ver que a nadie le
faltara lo esencial. Muchos años han pasado desde entonces, pero no todo cambió.
En Colima, hay empresarios que siguen ese ejemplo sin decirlo. Personas que,
con humildad, invierten, arriesgan y generan empleo, sin olvidar que su mayor
activo no está en las cuentas, sino en la comunidad que los rodea. Son mujeres y hombres que conocen su tierra, que saludan
por su nombre, que formalizan compadrazgos, apoyan a sus ahijados, a sus
empleados, que escuchan más de lo que hablan, que entienden que el éxito sin
dignidad es solo apariencia, y que recuerdan, quizá sin saberlo, que alguna vez
existió un hombre como don Pancho, cuya tienda era un modelo de justicia
cotidiana. No son pocos; están en el campo, en el comercio, en la
industria, en los servicios. Algunos crecieron desde abajo; otros heredaron con
responsabilidad. Pero todos comparten una ética que vale más que cualquier
título: la ética del trabajo bien hecho, del compromiso con su gente. Dicen quienes conocieron a don Pancho que su nieto guarda
un cierto parecido, físico y en su proceder. Es médico, y es del conocimiento
público su profundo humanismo. Esa herencia invisible (el respeto, la honradez,
la sensibilidad por el otro) sigue viva. No se hereda en papeles, se transmite
en gestos. Hoy, en un mundo que premia el ruido y la apariencia, su
ejemplo habla con la fuerza de lo simple: ser empresario no es ocupar un lugar
de privilegio, sino asumir una responsabilidad con dignidad.
Por eso, vale la pena reconocer, sin alardes, a quienes en
Colima aún siguen esa ruta: los que dan sin pedir foto, los que pagan a tiempo,
respetan a su gente y apuestan por su tierra.