Muertes que dan coraje
RUBÉN DARÍO VERGARA SANTANA
Miércoles 29 de Octubre de 2025 1:04 pm
NO hay día que la muerte no se
llore. Casi siempre se espera que lleve un orden, que respete edades, que
llegue después del cansancio, no antes. Pero la muerte no sigue cronologías:
llega a destiempo, desacomoda, irrumpe. Y hay muertes (esas que ocurren por
descuido, por abandono, por negligencia) que no solo duelen, también dan
coraje. Parece que fue hoy cuando recibí la
llamada. Lejos del lugar de la tragedia, la noticia me alcanzó como un leñazo
en la nuca. Un niño había muerto. Cayó en un dren cuyas aguas corrían con
fuerza; era tiempo de lluvias. El sitio, irónicamente, es un centro de
seguridad social destinado a la rehabilitación física, a la capacitación, a la
convivencia, al deporte. Pero al pie del dren, dentro de ese mismo lugar,
faltaba la protección que evitara la curiosidad infantil. Una obra inconclusa
(o por etapas) se llevó una vida. Y cuando llega así, sin tiempo de
entenderla, la muerte deja de ser una palabra general y se convierte en un
cuerpo en brazos. El padre que algún día recibió a su hijo vivo, tibio y recién
llegado al mundo, vuelve a cargarlo años después, pero ya sin luz. Acude al
lugar de los hechos con el alma en vilo y se lo entregan otra vez, en silencio,
sin promesas, sin tiempo. Primero lo sostuvo para darle la bienvenida a la
vida, y ahora lo sostiene para despedirla. Es el mismo gesto repetido dos veces
por la historia más injusta que existe: una entrega y un arrebato que marcan
para siempre. No hay lenguaje que alcance para
narrar ese instante. Queda un padre con un hijo que ya no respira; queda una
herida que cicatriza por fuera, pero nunca por dentro. A veces la muerte se disfraza de
rutina hospitalaria. Un niño cansado de que le apliquen diálisis le suplica a
su madre que ya no más. La impotencia de los sanadores institucionales pesa en
el aire. Los remedios no alcanzan. Muerte diferida, muerte adelantada, pero,
como sea, la muerte llega. Los profesionales de la salud humana
son guardianes de la frontera más incierta, y su batalla no siempre recibe
aplausos. Están obligados a levantar a su alrededor un muro de viento que deje
pasar el dolor sin que se quede, que lo atraviese y lo aleje, como llega: sin
dejar huella y sin permitir que los consuma. Pero no todo recae en ellos. La
muerte no solo llega a los hospitales; también se filtra por las rendijas del
sistema, por las obras inconclusas, por los programas que se instalan y se
retiran como carpas de circo. Se anuncian, se aplauden, arrancan con fuerza y
se agotan a mitad de la pista. Echan reversa y vuelven a empezar. Cada vez que un proyecto se
interrumpe, alguien queda a la deriva. Cada vez que una obra se deja sin
terminar, la vida pierde un resguardo. Cada vez que un niño muere por causas
evitables, el país retrocede en dignidad. Estas muertes reflejan nuestra fragilidad
colectiva. Son muertes que dan coraje. La muerte es. La muerte llega. No se
va: se estaciona. Ahora incluso hay vivos que sufren
la muerte en vida, que buscan a quienes no se encuentran, con la esperanza de
que aún estén vivos. Se les llama por su nombre, se les habla dentro de la
vida, con la ilusión de que sigan escuchando. La muerte, paradójicamente, se
vuelve esperanza. Y la esperanza, cuando se enfrenta a la ausencia, se
transforma en tristeza infinita. Buscas la vida y aparece la muerte, y en esa
búsqueda el ser humano se descubre vivo solo por un instante. No conviertas la
tragedia en rutina. Revisa, cuida, acompaña, termina lo que otros dejaron a
medias. Donde corra el agua, protégela de la curiosidad infantil; donde haya
riesgo, coloca una señal; donde haya vida, ofrece respeto.
No hay día que la muerte no se
llore, pero hay días en que pueden evitarse… esas muertes que dan coraje.
