Puerto para todos
RUBÉN DARÍO VERGARA SANTANA
Miércoles 05 de Noviembre de 2025 2:14 pm
CUANDO el Estado transforma un
territorio productivo tradicional en infraestructura estratégica, también asume
la responsabilidad de no expulsar a quienes dependían de ese territorio para
sobrevivir. Los pescadores de la Laguna de Cuyutlán hoy ven cómo el nuevo
puerto avanzará sobre su zona de pesca. La Ley de Puertos nos dice que las
terminales portuarias deben asignarse bajo el principio de libre competencia y
transparencia. Ese modelo protege al puerto, pero deja en desventaja a las
comunidades locales. Un pescador desplazado no puede competir con una
corporación internacional. Sin embargo, la misma ley y su reglamento contemplan
la figura de servicios portuarios y conexos. La operación portuaria no son solo
contenedores y grúas; también son agua, hielo, alimentos, limpieza y atención a
las tripulaciones. Actividades necesarias que pueden ser prestadas por terceros
distintos de los grandes cesionarios. La normatividad portuaria prevé que
la administración portuaria puede celebrar contratos o cesiones parciales de
derechos con terceros, bajo supervisión y sin exclusividad. No se pide una
terminal ni privilegio; se exige un espacio para trabajar conforme a la ley,
con capacitación, seguridad y fiscalización. Esa es la ruta posible. Se pudiera considerar la creación
de un Fideicomiso de Inclusión Portuaria, donde los fideicomitentes sean las
instituciones públicas con competencia en el desarrollo del puerto y en la
regulación de infraestructura estratégica, y los fideicomisarios sean las
cooperativas de pescadores formalmente organizadas. No es un subsidio: es
integración productiva real. El Estado no pagaría para expulsarlos de su zona
histórica de sustento, sino que invertiría para que permanezcan, se
fortalezcan, se formalicen y se integren como prestadores de servicios conexos
portuarios: avituallamiento, alimentación, apoyo logístico de muelle, provisión
de agua para tripulaciones, higiene y servicios complementarios. Ese fideicomiso aseguraría que el
desarrollo portuario no destruya el tejido social que le da estabilidad al
propio puerto y a su identidad. Aquí no está en juego solamente el ingreso de
una familia pescadora; está en juego el equilibrio entre el recinto portuario y
la ciudad de Manzanillo. Y esto tiene un antecedente
histórico en la Junta Federal de Mejoras Materiales, organismo federal que
construyó accesos, alumbrado, escuelas, plazas y obra básica precisamente para
que Manzanillo mostrara una cara digna al extranjero que ingresaba a México.
Esa fue la primera noción institucional mexicana de “imagen hacia afuera” desde
el puerto. Hoy, la responsabilidad es más
grande. La cara amable debe dirigirse tanto al visitante internacional como a
la comunidad local que sostiene al puerto con su vida diaria. Así como México
enviaba embajadores de prestigio intelectual para representar al país ante el
mundo, el puerto moderno debe presentarle a su propia gente (los de casa, los
que no se van) una imagen de justicia, inclusión y corresponsabilidad. Los puertos comerciales son
embajadas económicas permanentes donde el mundo interpreta quiénes somos como
nación. Un gobierno que se dice social y transformador está obligado a
acompañar a quienes sostienen el territorio desde antes de que llegara la gran
infraestructura, a respetar a los pescadores, a sus familias y a su memoria
productiva, que nació en la laguna antes de que existieran contenedores, grúas
y mercancías globales.
Por eso, la responsabilidad
histórica del presente es no construir progreso expulsando lo originario, sino
construir un modelo donde el puerto dialogue con ellos y no contra ellos; donde
la justicia sea la cara amable que México finalmente se debe a sí mismo.
