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LA NORMALIDAD QUE ENFERMA: EL COSTO DEL CORTISOL



BLANCA LIVIER RODRÍGUEZ OSORIO*


Viernes 21 de Noviembre de 2025 12:30 pm



 

ENTONCES sucede algo simple pero profundo: tu sistema nervioso aprendió que solo estás “segura o seguro” cuando estás haciendo. Por eso no permite que tu cuerpo se detenga lo suficiente como para sanar o restablecerse.

Este mecanismo, tan común como invisible, marca la vida de millones de personas que viven entre la hiperproductividad, la autosuficiencia forzada y la idea de que descansar es un privilegio. Lo que suele verse como disciplina o fortaleza, en realidad puede ser una señal de estrés crónico.

Cuando algo se percibe como demandante o amenazante, el cuerpo activa una respuesta automática: el estrés. El sistema nervioso autónomo enciende la alarma: acelera el corazón, tensa músculos, agudiza la atención. En segundos, el cerebro ordena liberar cortisol, la hormona que te pone en modo supervivencia y te da energía rápida y foco. Eso no es malo. Malo es vivir ahí.

Cuando el estrés se vuelve constante, el cortisol permanece alto y el cuerpo paga el precio: sueño alterado, ánimo inestable, agotamiento y un organismo que funciona, pero ya no se regula. Con el tiempo, estos efectos se vuelven tan cotidianos que parecen parte de la personalidad. Pero no lo son: son adaptaciones de un cuerpo que aprendió que sobrevivir es estar en lucha, huida o complacencia.

Curiosamente, los perfiles más reconocidos socialmente (quienes “pueden con todo”, nunca fallan, no delegan y resuelven todo) suelen ser quienes llevan más años en estado de alerta. En muchas historias personales, la complacencia, el perfeccionismo o la hipervigilancia no nacen como rasgos, sino como estrategias de supervivencia aprendidas desde la infancia.

Los síntomas se expresan en varias áreas:

1. Emocionales: culpa al descansar, irritabilidad, tensión interna, miedo persistente a fallar.

2. Físicos: insomnio, contracturas, dolores de cabeza, problemas digestivos y una fatiga que nunca cede.

3. Conductuales: procrastinar y luego acelerar, sobrecargarse, necesitar validación o no poder soltar el control.

Si te reconociste aquí, no es “tu forma de ser”. Es tu sistema nervioso sobreviviendo.

En un país donde la productividad se mide por desgaste y no por bienestar, identificar estos patrones no es un capricho: es un acto de salud pública. La pregunta no es si podemos seguir funcionando así (porque sí, siempre se puede sobrevivir un poco más), sino cuánto cuesta mantener encendida una alarma que debió apagarse hace años. La salida comienza con conciencia, no con culpa. Regular el sistema nervioso (caminar, respirar, pausarte, dormir, mover el cuerpo) ayuda, pero no sustituye el acompañamiento profesional cuando has vivido en alerta por tanto tiempo.

Nadie va a venir a regular tu sistema nervioso por ti. Priorizarte no es egoísmo: es tu única vía de regreso a ti.