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El mito del México dividido



RUBÉN DARÍO VERGARA SANTANA


Miércoles 31 de Diciembre de 2025 9:57 am


LA idea de un “México dividido” suele presentarse como si fuera atribuido casi exclusivamente al perfil ideológico del gobierno actual. Sin embargo, esa lectura es históricamente inexacta. México ha sido, desde su formación como nación, un país construido a partir de contrapesos, tensiones y disputas permanentes entre proyectos distintos de poder. Liberales y conservadores en el siglo XIX, revolucionarios y porfiristas, Estado y mercado, centralismo y federalismo. La “división”, más que una anomalía contemporánea, es un rasgo estructural de nuestra vida pública.

La insistencia en señalar una supuesta división nacional cumple la función estratégica de deslegitimar al debate y trasladar la responsabilidad del conflicto al gobierno en turno, evitando discutir sus causas estructurales. Más que buscar unidad, lo que se reclama es el regreso a un orden donde el disenso era discreto y manejable. Sin embargo, la confrontación de ideas no es señal de ruptura, sino de vida democrática; un país no se divide porque discute, se divide cuando se le niega la posibilidad de hacerlo.

Lo que cambia con cada época no es la existencia del conflicto, sino su visibilidad y su lenguaje. Siempre han coexistido intereses políticos, económicos y sociales en pugna; siempre ha habido resistencia al poder y disputas por su orientación. Atribuir la polarización al gobierno en turno implica desconocer que los contrapesos no nacen de la retórica, sino de la realidad social misma. México siempre ha debatido, confrontado y equilibrado fuerzas, y ese ejercicio, lejos de ser una falla democrática, ha sido una constante que explica tanto sus crisis como sus avances.

En el México prehispánico, como explicaron historiadores como Miguel León-Portilla y Enrique Florescano, no existía el “rico” como hoy lo entendemos. La riqueza no daba autonomía; daba responsabilidad. Quien concentraba bienes lo hacía porque cumplía la función sagrada de sostener el orden del mundo. Acumular sin redistribuir rompía el equilibrio.

Con la Colonia, el mito cambió, pero la lógica permaneció. La riqueza fue permitida bajo la moral cristiana. El rico podía existir, pero debía justificarse con caridad y obediencia. El exceso no era ilegal, pero sí pecado.

Ese patrón llega hasta hoy. México no destruye a los ricos. Los administra. La riqueza es tolerada mientras sea funcional, discreta y alineada. Cuando se vuelve autónoma o crítica, se transforma en sospecha política. Esto se observa en sectores estratégicos como energía, infraestructura y telecomunicaciones. No son simples mercados. Son espacios donde el poder se ejerce de forma silenciosa. La propiedad puede ser privada, pero nunca absoluta.

El problema no es la existencia de ricos o pobres, sino cuando la prosperidad deja de ser resultado del esfuerzo y se convierte en permiso. En ese punto, la ideología ya no libera y comienza a ordenar y disciplinar. El discurso público se simplifica, el pobre pasa a ser el “pueblo” y el rico “el otro”, no para cerrar brechas, sino para organizarlas políticamente. Así, la riqueza no desaparece, se sustituye por formas más alineadas y menos críticas al poder.