¿Destruir una civilización milenaria no merece al menos una protocolaria disculpa?: etnólogo del INAH
Viernes 05 de Abril de 2019 1:21 pm
+ -Luis Barjau, etnólogo, investigador de la Dirección de Estudios Históricos del INAH, y autor de La conquista de La Malinche, se pregunta si destruir una civilización milenaria no merece al menos “una protocolaria disculpa”.
Circula una
carta en las vehementes redes, no firmada, que divulga el “grupo Reforma,” pero
que sólo dice que el presidente de México pidió al rey de España “el
reconocimiento de los agravios causados y [que]redacten un relato compartido,
público y socializado de su historia común”, etcétera, a propósito del
recuerdo, que no conmemoración, de 500 años del arribo de Cortés a Cozumel y
del próximo 2021, en que se cumplen también los 500 de la caída de
México-Tenochtitlan.
Tema
realmente delicado, por las pasiones que puede desatar. Pero no parece pretexto
para que el majadero escritor Arturo Pérez Reverte o el “lambón” de su colega
Mario Vargas Llosa se pronuncien con tanto desenfado.
El
anti-gachupinismo mexicano duró bastante después de la Independencia de 1810.
Fue una especie de constante idiosincrásica de ciertos sectores mexicanos, pero
que lentamente se disolvió. Ahora lo reviven los propios españoles y algunos
colados.
Destruir una
civilización milenaria sí es causa de un remordimiento que al menos merece una
protocolaria disculpa. Independientemente de cuáles hayan sido las argucias y
peripecias y coyunturas en que ocurrió tal catástrofe. Independientemente de
que aquello haya ocurrido hace cinco siglos y de que la historia sea
irreversible. E independientemente de que el tesoro descubierto por los
españoles no haya quedado precisamente en sus manos.
Ahora es
simple lo que se trata: los mexicanos no queremos conmemorar aquellos hechos
que solo recordamos; los españoles, desde luego, no tienen derecho a festejar
nada y lo que les conviene es el olvido. No del “descubrimiento” de América:
sólo de las matanzas perpetradas.
Es cierto
que la Conquista no la hizo la monarquía española, sino los mil 500 hombres de
Hernán (contando más o menos a los mil de Pánfilo de Narváez, que al ver
vencido a su jefe por Cortés, se unieron a él), ¡y más los 100 mil guerreros
que se le unieron para derribar a su tirano: el mexica! Una coyuntura
prodigiosa. Un tema que las ciencias sociales han visto con cierta
indiferencia.
No obstante
esta verdad, se difundió con presuntuosa insistencia: “Un puñado de 500
españoles venció a un imperio”. ¿Cómo se creó esa frase?
De la misma
manera en que se difundió por el mundo que los indios americanos le sacaban el
corazón diariamente a millares de víctimas; comían carne humana; eran sométicos
y malos; cobardes; de poca fe e inconstantes, idólatras y poseídos durante
siglos por Satanás.
Hay verdades
y no todas las mentiras son perversas. Cortés logró alianza indígena con la
promesa de romper el régimen tributario que oprimía, por parte de la Triple
Alianza (México, Tacuba y Texcoco), a tantos pueblos indígenas. Esta fue una
verdad a medias. Hernán Cortés no sólo no cumplió, sino que se montó en la estructura
de tal sistema para que, esta vez, él fuera el depositario del tributo. Es
cierto que entonces no exigió ni productos regionales ni excesivos servicios
personales: pedía solamente oro, que para los indígenas tan sólo era un adorno.
El 18 de octubre
de 1519 Hernán Cortés invitó a todos los principales de Cholula a un gran patio
del palacio que los alojaba, con objeto de despedirse porque continuaría su
ruta hacia Tenochtitlan. El local tenía sólo cuatro accesos por pequeñas
puertas y en cada uno puso guardia a caballo, con soldados con armaduras,
espadas, lanzas y arcabuces. Una vez que todos estuvieron concentrados en el
patio, tras la señal de un disparo desató una matanza contra los cholultecas
desarmados, que duró una hora y dejó alrededor de –dicen los propios cronistas
españoles– 5 mil muertos. ¿Tienen importancia las causas y los propósitos de
tal operación? Probablemente sí, para las pesquisas del historiador que quiere
explicar estrategias y oscuros propósitos de la Conquista.
Hacia el 15
de mayo de ese mismo año, Pedro de Alvarado (al cual tanto admira
Pérez-Reverte) hizo lo mismo en el Templo Mayor de Tenochtitlan. Cortés había
regresado a Cempoala para combatir a Pánfilo de Narváez, que era enviado del
gobernador de Cuba, Diego Velázquez de Cuéllar, para meter en cintura al
desobediente Cortés. Por solicitud de Alvarado a Moctezuma, se reunió en la
fiesta de Tóxcatl, celebrada cada año en el Templo Mayor, a la totalidad de
principales y grandes jefes guerreros para que intervinieran en la gran danza
que se ofrecía a Tezcatlipoca. López de Gómara, Bernal, Vázquez de Tapia, El
Códice Ramírez, Diego Durán, Sahagún, Alva Ixtlilxóchitl y otros cronistas
escribieron que la matanza hecha por Alvarado, a una señal, dejó tendidos a
unos 600 señores. Los que intentaron escapar escalando los muros fueron bajados
a tiros. “La nobleza mexicana allí falleció casi toda” se escribió en la
Relación del origen de los indios que habitan esta Nueva España según sus
historias.
Es del todo
dudoso que Alvarado tomara por su cuenta tal decisión de una matanza, que fue
idéntica a la ordenada por Cortés en Cholula. Y es creíble que, habiendo
quedado por alcalde a la partida de Cortés a la costa, éste haya dejado
instrucciones precisas.
Porque
después Cortés en sus Cartas de Relación, sobre aquel drama, ni siquiera
menciona a Alvarado por su nombre. Cuando regresó Cortés y “se enteró” de los
sucesos, no emitió ningún reclamo al asesino, al cual ya había humillado y
castigado por un delito menor cometido en Cozumel, cuando, adelantándose a la
flota procedente de Cuba y arribando primero que nadie a la isla, robó objetos
de oro y de barro en el templo del lugar.
El 14 de
noviembre los estresados españoles rodeados en el palacio de Axayácatl y que
mantenían con grilletes a Moctezuma, lo obligaron a pronunciar desde una
terraza un discurso que buscara apaciguar a las masas indígenas enardecidas.
Unas fuentes
dicen que surgió una pedrada de la multitud, que acertó en la sien derecha del
monarca; otras, que algún soldado español hundió un espadín por “las partes
bajas” del tlatoani. Esta última versión es poco creíble, puesto que Moctezuma,
aún prisionero, era un escudo de mucho peso para los españoles acorralados.
Como quiera que fuera, su muerte fue causada por los españoles.
Por último,
vino la batalla de Tenochtitlan, que a juicio de Bernal Díaz del Castillo,
combatiente y cronista del momento, duró 93 días con sus noches. Tres meses.
Hasta el 13 de agosto de 1521.
Al final de
la horrenda destrucción apareció por las calles, yendo a la Plaza Mayor, la
fila del pueblo desgraciado que se había escondido: mujeres, ancianos y niños
transidos de hambre, esqueléticos de haber comido sólo tierra y raíces. Fue
mentira entonces, también, que los mexicas comían carne humana a la menor
provocación. En una ciudad surcada de cadáveres, los aterrados y escondidos
pudieron haberse mantenido tres meses en copiosos banquetes.
“En los
caminos yacen dardos rotos/los cabellos están esparcidos/ y en las paredes
están salpicados los sesos”, lloró el gran poema de los Cantares Mexicanos.
Cuauhtémoc,
derrotado, frente a un Hernán Cortés bajo un hermoso palio indígena en una
terraza de la Calzada de Tacuba, ya legendario desde su silla savonarola,
escuchaba las últimas palabras del héroe: “toma el puñal sobre tu cintura y
mátame con él, que ya no pude defender más a mi pueblo y estoy vencido”.
De la ciudad
no quedó piedra sobre piedra. ¿Por qué?
Tal vez el
emisario de la cultura de Occidente se percatara, bajo el polvo de la batalla,
que esta ciudad estaba intrínsecamente edificada con los hondos postulados de
su religiosidad y que había que desmontarla para hacer surgir un nuevo mundo.
La población
del reino azteca, que culminó una historia milenaria, sufrió una merma de 80% o
más. Por la peste que se creó con el contacto biológico; por el genocidio de
las batallas; por el desánimo espiritual de los indígenas sobrevivientes en un
nuevo régimen y en un mundo inimaginable.
Si Cortés
actuó por su cuenta, sin la aprobación de la Corona española, que delegaba sus
instrucciones al virrey de Santo Domingo y al gobernador de Cuba opositores de
los actos de su tercer enviado, pero que una vez que vio lo que había
conquistado el gran conquistador, rápidamente preparó a sus virreyes para el
control de la Nueva España, entonces, bien podría pedir disculpas a los indios
de México. A nombre de Cortés.
Pero mejor
que eso, en convenio con el gobierno de México, el Reino de España podría
invertir (ya que es el segundo inversionista en México) en inteligentes
proyectos para acelerar la economía de los grupos marginados del país. Y el
gobierno de México bien podría matizar esa gran inversión en los mismos rubros
de inversión económica española, consiguiendo el aporte de otros países que
cuenten con una menor dosis de historia colonial, como los escandinavos u
otros, por ejemplo.
Es cierto
que conquista es conquista. Y que no se anda con lindezas. Aunque es bueno
apuntar que en las conquistas hay antecedentes de rivalidad comercial y de
conflictos de guerra, cosa que no ocurrió aquí.
Es cierto
que no se debe (ni se puede) vivir en las pútridas aguas del rencor. Pero no
tiene nada de malo pedir a quienes borraron del mapa a toda una civilización
milenaria como la mesoamericana, paradigma único e insustituible sobre la
realidad del mundo y del ser, que hagan una reflexión cabal sobre los hechos
del pasado.
Y es cierto
también que los gobiernos de México están en deuda con los descendientes de los
pueblos originarios: millones de indígenas que pueblan su territorio.
Con información de Proceso.