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Cortés entra a la Ciudad de México en junio de 1521 (III)



A 500 años de la llegada de los españoles a México (1519-1521) XLVI

Domingo 01 de Agosto de 2021 8:57 am

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Ya marchaban a toda velocidad los guaquecholtecas y su tlatoani en busca de los recién llegados, cuando por las espaldas de éstos, un segundo tumulto de gritos y hombres ingresan al recinto por la puerta del norte. Las flechas y dardos detienen por la espalda la veloz carrera de cientos de ellos, que aún no se han dado cuenta de lo que sucede. Uno de estos dardos atraviesa por completo las espaldas de Xelhua, que no puede creer lo que ve. Nadie puede creer lo que ve.
Coyoltótol-Tecuani intenta sostener a su señor, y casi se le escapa de entre las manos. El gran penacho vuela lejos. Otros muchos nobles lo rodean. Un par de jinetes ha visto lo que sucede y trata de abrirse paso a toda velocidad, pero el avance es muy lento; las voces se repiten una y otra vez animando a los montados, salvadlo, salvadlo, no lo podemos perder.
Finalmente los jinetes llegan hasta la escena, uno de ellos baja, hace montar al tlatoani de los guaquecholtecas y tras el monarca herido, monta él también; una inmensa masa muda, compungida, ve alejarse a su señor. El otro caballero protege al fugitivo mal herido, acaso muerto; ambos buscan la puerta del sur que en la turbamulta no pueden ubicar del todo.
Los tlatelolcas han comprendido su buena suerte y empujan aún con más ímpetus. Imperceptiblemente, los guaquecholtecas y la infantería española empiezan a ceder terreno. Esas corrientes humanas han hecho errar a los fugitivos más de una vez; en lugar de avanzar hacia el templo del sol, han rodeado el de Chicomecóatl y ya se dirigen, sin saber lo que hacen, hacia el templo de Tezcatlipoca. Eso los ha alejado del peligro tlatelolca pero inevitablemente los ha enviado hacia el oriente, donde no hay una puerta por la cual salir ni manera de ir a ningún lado.
Los texcocanos que son fieles a los mexicanos también se han dado cuenta del fugitivo y no están dispuestos a dejarlo escapar. Un gran tumulto empuja y desplaza a los guaquecholtecas y aísla a los jinetes. En cuestión de segundos los tres humanos y las dos bestias son engullidos en aquel remolino de furor que los remata y destroza.
Mientras tanto, los tlatelolcas han hecho retroceder a sus enemigos y los han obligado a salir por la puerta del recinto por donde entraron. El desánimo es total entre los guaquecholtecas, todavía los texcocanos y los itzocanos logran oponer algo de resistencia que permite a los españoles hacer una caótica retirada.
Quimichín corre de nuevo, ahora para salvar su vida. En los escasos treinta minutos que luchó, pudo tundir a dos o tres enemigos pero no pudo saber si los había aniquilado, ni mucho menos pudo pensar en tomarlos presos. Se dice mentalmente que sólo entró a aquel recinto de la muerte para ver cómo destrozaban a su señor. Las lágrimas se le escurren por las mejillas y prefiere pensar en su mano izquierda, cuya piel parece estar a punto de reventar.
Lo anterior parecería indicar que todo había acabado, pero no fue así. La mañana era dominante, el día no conocía sino a penas unas pocas horas. Ambos bandos no se dieron por satisfechos; lo resultante no parecía victoria de unos ni derrota de los otros. Los españoles daban por hecho que la guerra, después de diez días, llegaría a su fin y que el triunfo sobre los mexicanos sería total, por ello es que decidieron probar suerte de nuevo; simplemente no aceptaban los resultados. Los mexicanos, como al amanecer, no atacaron, persiguiendo a los fugitivos, pero sí festejaron su parcial triunfo; habían atrapado más de treinta españoles, un negro y como trescientos indios, además de cinco caballos muertos y dos bergantines quemados y hundidos; el cañón tuvo el mismo fin que los bergantines: fue a reposar en el cieno del lago.
Desde Tepetlatzinco, no mucho después, se empezó a escuchar los tambores y los caracoles del templo mayor. Era imposible ver lo que en éste pasaba, pues la distancia era mucha, sin embargo, no era indispensable ser adivino para saber perfectamente de quién era la sangre, que como cuatrocientas rojas rosas adornaba la piedra de los sacrificios.
Esto decidió al comandante de los españoles a realizar un segundo ataque ese mismo día; ordenó refección y ayuda a los heridos para antes de las doce; a las tres, todo el apto para la batalla debería de aprestarse. También envió mensajeros a Tacuba y Tepeyácac o Tepeaquilla. Los bergantines enviados no regresaron sino pasadas las cinco de la tarde, y los informes que traían no eran nada halagüeños, pues en Tepeyácac fue donde se hundieron los dos bergantines ya mencionados, y desde Tacuba, Alvarado no había podido pasar más allá de las primeras calles de la ciudad. Sin embargo, las evidencias no hicieron cambiar los planes, y poco después, la marcha de regreso a México se repitió. Como siempre sucedía, encabezaba el contingente la caballería, luego marcharon los huejotzincas, después la infantería española, y más atrás, los cholultecas; quedaron en la retaguardia todos los demás.


Cuando los centinelas mexicanos informaron de la proximidad del enemigo, las fuerzas de Cuauhtémoc abandonaron las ruinas del fortín de Acachinanco y se replegaron hasta la puerta del Águila, la que ya habían logrado tapiar con escombros. La sorpresa de los españoles fue mucha cuando descubrieron que las zanjas y canales que ellos habían cegado hacía unas horas, de nueva cuenta habían sido abiertos, cortándoles de nuevo el paso. Como en la mañana sucediera, los texcocanos se dedicaron a rellenar de nuevo las brechas con los escombros que encontraban por todos lados; por primera vez pudieron comprobar, pues los espiaban, que mujeres y niños mexicanos participaban en esta parte de la estrategia. Brigadas de flecheros y lanceros intentaban impedir el relleno. Sin embargo la labor de zapa, después de su penosa tarea tuvo sus resultados, pues no sólo rellenaron los canales, sino que lograron hacer un hueco entre los escombros que tapiaban la puerta.
Como sucediera en la mañana, los españoles dominaron el teatro de la guerra al entrar al recinto, pero una vez copadas las plazas y escalinatas por todos los ejércitos, la ventaja se neutralizó y los peninsulares tuvieron que rendirse de nueva cuenta ante los hechos: los mexicanos tenían ventaja porque eran mayoría, conocían perfectamente el lugar y ya tenían la posesión del recinto. La noche llegó, la batalla fue más larga y cruel que por la mañana y después de casi dos horas de violentísima refriega, las cajas y silbatos de retirada se escucharon por segunda vez en el día. Los españoles y sus aliados se fueron alejando del recinto, atravesaron la puerta del Águila y corriendo, francamente dando la espalda al enemigo, atravesaron Acachinanco y salieron por la calzada, con la sensación de escapar de una muerte segura. Para sorpresa de muchos, los mexicanos en esta ocasión no detuvieron su persecución en ningún momento, ni aún después de atravesar Acachinanco y estar expuestos a las culebrinas, los escopeteros, y en fin, a ser un blanco relativamente fácil para los bergantines; y es que en la negrura de la noche las espaldas de los cholultecas eran más vulnerables que los costados mexicanos para los bergantines, y bien se aprovechó de ello el ejército tenochca. Cientos de indios aliados de los españoles murieron por las espaldas y la persecución no se detuvo sino más allá de media legua corta.
Finalmente los expedicionarios, después de mucho correr, llegaron hasta su real. Es difícil para quien esto refiere decir qué reinaba más en el ánimo de los españoles, si el desaliento o la ira. De que aquellos preparativos para la batalla definitiva habían fracasado, no había duda, de que los tenochcas al echar a los extranjeros y sus aliados los habían derrotado, tampoco era de dudarse.
 
*Doctor en literatura española. Imparte clases en la carrera de Letras Hispánicas en la UdeG, Cusur.

Ramón Moreno Rodríguez



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