La construcción de los bergantines
Ramón Moreno Rodríguez
Domingo 12 de Septiembre de 2021 11:53 am
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En
el mes de septiembre de 1520, Martín López, carpintero de la mar, ayudado por
otros artesanos del mismo oficio cuyos nombres se conocen, dirigieron en
Tlaxcala la construcción de trece bergantines. Concluidas las tablazones hacia
finales de año, fueron llevadas en hombros a Texcoco. Las naves se armaron y
concluyeron ahí y luego se lanzaron a las aguas de la laguna. Estos hechos, sin
duda sorprendentes, han sido motivo de grandes elogios para Cortés y razón para
comparar al extremeño con otros célebres conquistadores, en primer lugar con el
emperador romano Julio César.
Entre
los estudiosos de la conquista española en América hay una tendencia en algunos
especialistas en hacer la apología sin cuento del extremeño; y lo mismo ha
sucedido con los paralelismos hechos con otros guerreros, como ya queda dicho.
No opinaremos ahora de eso, lo dejaremos para más adelante. Lo que ahora
pretendemos hacer es un recuento de dicha fábrica.
Lo
primero que tenemos que decir, que no fue un hecho milagroso que hubiera entre
los hombres de Cortés alguien que pudiera construir naves, más bien, era
obligado que uno o dos expertos en estas artes viajaran en las flotas que
atravesaban el océano. Así como en las bodegas de las naos venían mercancías,
velas, jarcias, alimentos, también venía madera para hacer cualquier reparación
que se pudiera necesitar durante el viaje. Imposible que no viajara un
carpintero, era como no viajar con agua. Las reparaciones más frecuentes se
hacían en los palos que sostenían el velamen o reconstruir el astillado timón
que le daba dirección a la embarcación. Por ejemplo, el timón no era sino una
larga viga que dirigía una o dos palas que producían el efecto de dar dirección
a la nave, como ya dijimos. Como en las tormentas esta viga sufría grandes
presiones para sostener el rumbo deseado, con frecuencia se astillaba y no
había más remedio que hacer una nueva.
Nada
es de generación espontánea ni milagrosa, siempre hay un antecedente. Por ejemplo,
Cortés y sus hombres ya habían construido bergantines en Veracruz y para
Moctezuma construyeron otro para que surcase las aguas de Texcoco. Pues bien,
los carpinteros desarmaron uno que tenían en Quiahuiztlán y con la cuaderna
limpiamente separada en sus piezas, se las entregaron a los carpinteros
tlaxcaltecas para que fabricaran tantas como decidieron, que ya dijimos, fueron
trece.
La
cuaderna es el costillar de las naves y sus curvas líneas prefiguran la
densidad y arrastre que llegue a tener la embarcación. El oficio de carpintero
existía en el México prehispánico y cortaban y aserraban los árboles con hachas
de piedra y cobre. Y claro, con paciencia y arte, pues aquellos instrumentos no
tenían la versatilidad de los hispanos, que por otro lado, Martín López tenía
consigo. Es decir, instrumentos hispanos para fabricar naves hispanas, se
dispusieron desde un primer momento.
Si
asombrosa fue la construcción, no menos maravilloso fue el traslado. Poco más
de cien kilómetros separan una ciudad de la otra. Parece historia de fábula y
la literatura ha recreado muchas veces esas hazañas titánicas de trasladar
palacios, esculturas, teatros, naves o puentes de un extremo a otro, de la
orilla de una cañada a la otra. Fitzcarraldo hace que entre en la amazonia un barco,
Humboldt hace que ciertos gigantescos yesos atraviesen la Sierra Madre Oriental
para ser llevados a la Ciudad de México (donde se conservan todavía), o Julio
César hace construir en las Galias un inusitado y fabuloso puente. En sus
excesos del realismo mágico, los personajes alucinados de Juan José Arreola
desarman un tren y lo vuelven armar del otro lado de una cañada. En fin,
epopeya pura.
El
hecho es que en un barrio al poniente de Texcoco se instala Martín López y sus
indios carpinteros, fabrican un muelle y arman los trece pequeños barcos. Doce
metros de eslora miden en promedio, aunque de la nao capitana se sabe que medía
dieciséis. Las proezas no terminaron aquí, pues la orilla del agua se
encontraba a cuatro kilómetros de distancia, por lo tanto, fabricaron un canal
para conducir por él las naves y hacerlas surgir en las aguas lacustres.
Fue
una obra no menos sorprendente. Veamos. Construyeron un canal recto de cuatro
kilómetros de longitud, cuatro metros de profundidad, ocho de ancho cubierto de
estacas su fondo y protegido sus márgenes por una albarrada o valladar. Todo
esto fabricado en cincuenta días, según cuenta el cronista de Cortés, Francisco
López de Gómara.
Como
ya se dijo, nada surgió de la nada, siempre hay un antecedente, en este caso,
un canal de riego que quizá conducía a la laguna las aguas de los deshielos del
Iztaccíhuatl. Pero eso no importa, la ampliación de dicho canal no deja de ser
sorprendente. Al iniciar el año nuevo, se emprendió el ensamblaje de las tablas
con los costillares y para el mes de mayo los bergantines ya surcaban
libérrimos las aguas de la laguna. Es decir, nueve meses les tomó fabricar
dichos artilugios.
Por
mucho tiempo se conservaron dichas naves como testimonio de las grandes hazañas
cortesianas. Al concluir la toma de la Ciudad de México en el año siguiente de
1521, se construyó una atarazana o cobertizo en el barrio que hoy se conoce
como La Merced. Cuando finalizaba el siglo XVI, los virreyes daban testimonio
de la existencia de tal construcción y de tales naves. Se pensó en su momento
que ese sería el puerto de entrada a las mercancías venidas de ultramar y que
dicha atarazana y dichas naves aportarían grandes beneficios a la naciente
colonia. No fue así, todo ello se perdió con el paso del tiempo y el olvido.
Por ejemplo, se ignora el lugar exacto donde estuvieron esos muelles a pesar de
que existen ilustraciones y mapas de la Ciudad de México que los representan.
En
fin, que este hecho, esta proeza, es motivo para comparar a Cortés con Julio
César, cuando en la conquista de las Galias mandaba construir a sus hombres
inusitados puentes para atravesar el río Rin.
*Doctor en
literatura española. Imparte clases en la carrera de Letras Hispánicas en la
UdeG, Cusur.