El Centinela puesto a la vista de los lectores
Foto Internet
Ada Aurora Sánchez y Marco Jáuregui
Sábado 01 de Julio de 2023 7:34 pm
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La memoria
La memoria no es
una casa sólida, construida con tabiques compactos y bien embonados. No. La
memoria más bien semeja una casa frágil, tal vez una cabaña, con paredes de
madera y techo de palapa, a la cual, por múltiples rendijas de diversos
grosores, le entran oleadas de un viento callado pero persistente que revuelve
los papeles sobre la mesa, hace caer uno que otro diploma del clavo que lo
sostiene y desordena las fotos de familia colocadas con esmero sobre un buró.
Cada quien erige la casa de su memoria con sus propios recursos. Acaso
pinta las paredes de color azul cielo, le pone margaritas en el corredor y se
afana en conservar el aroma de pan recién horneado de una cocina. Pero resulta
que, con el tiempo, con el olvido, las cosas comienzan a decolorarse, a
perderse, y es necesario salvarlas de algún modo u otro. Escribir, entonces,
puede convertirse en un valioso recurso no solo para fortalecer la casa de la
memoria, sino también para repintarla, observarla, apreciarla desde ángulos
distintos.
La memoria se construye por la persona, se moldea, a fuerza de recordar y
olvidar, en cierta forma. La memoria es un caleidoscopio que cambia la ilusión
de sus formas y colores constantemente. De esto nos dimos cuenta al acompañar a
las hermanas Ochoa Gutiérrez (Ana Celia, María del Carmen, Esther, Rosa María,
Martha Leticia, Luz Alicia, Sylvia Margarita, Patricia y Ma. Gabriela) en la
escritura, a título de taller, del libro que hoy se presenta.
El reto no ha sido minúsculo si tomamos en cuenta que a todos nos produce
temor escribir, entrar al proceso de interiorización que esta tarea amerita;
tampoco ha sido fácil porque ha significado coordinar un grupo de nueve hermanas
acostumbradas a expresar apasionadamente sus puntos de vista entre ellas y, con
entusiasmo preparatoriano, enfrascarse en debates sobre detalles que escapan a
la memoria común y corriente. Ha sido un reto nuevo para nosotros, pero
disfrutable por los aprendizajes académicos y de vida que se han derivado, sin
duda alguna.
En las siguientes líneas, con base en el prólogo que contiene el libro en
cuestión, describimos cómo surge este proyecto de El Centinela a la vista, por cuanto ayudar a dar orden y estructura
a los textos evocativos de la familia Ochoa Gutiérrez se refiere. Asimismo,
recuperamos una estampa de El Centinela a partir de un collage de fragmentos
narrativos de nuestras autoras centrales.
Cabe destacar un agradecimiento especial al Archivo Histórico y
Hemeroteca de la Universidad de Colima por brindar el espacio para la presentación
del libro, a la editorial Puertabierta por materializar la edición, que
financió la familia Ochoa Gutiérrez, y, desde luego, nuestra gratitud a la
familia Ochoa Gutiérrez que de forma valiente emprendió la recuperación de su
memoria y, con ello, hace un aporte valioso a la microhistoria colimense, en el
marco de la celebración de los 500 años de la Villa de Colima.
El proceso
La historia de
este libro comenzó en agosto de 2022, en casa de Leticia Ochoa, cuando, en un
franco momento de sobremesa, propusimos que la familia Ochoa Gutiérrez
escribiese, poco a poco, sus recuerdos al amparo del rancho El Centinela, en
Manzanillo, Colima.
De forma inmediata, cuatro hermanas de las Ochoa Gutiérrez se
entusiasmaron y aseguraron que lo mismo sucedería con el resto de las hermanas.
Y así fue. Todas se sumaron a la empresa de escribir un libro íntimo,
evocativo, que, como podrá atestiguarse, tiene también trascendencia histórica
por los muy diferentes acontecimientos que se describen y narran con respecto
al contexto social, cultural y agrícola de la zona costera de Colima.
Las hermanas Ochoa Gutiérrez desgranan sus recuerdos y nos ofrecen
estampas, narraciones nostálgicas, poéticas o, incluso, coloreadas de humor, en
torno a su vida familiar, con raíces en el rancho El Centinela.
Acompañadas de las colaboraciones póstumas de sus padres Gabriel M. Ochoa
Gutiérrez y María del Carmen Gutiérrez Carrillo (porque también ellos tenían
sus inclinaciones artísticas), de la difunta abuela paterna Ángela Gutiérrez
Santa Cruz (otro personaje que amerita una novela), y de algunos de los hijos
de las autoras: Ana Celia Oldenbourg Ochoa (hoy, Casorso), María del Carmen
Lozano Ochoa, Gabriel Flores Ochoa y Margarita Ochoa Fernández, las hermanas
nos abren la puerta de sus evocaciones y nos llevan de la mano a conocer el
idílico lugar de El Centinela..
Pero ¿cómo se logró este libro de treinta y siete capítulos, fotografías
y una genealogía?
Una vez que las hermanas Ochoa Gutiérrez se decidieron a emprender un
proyecto que implicaba “sacar pulpa al corazón”, diseñamos para ellas el taller
“Memoria familiar y escritura”. El taller pasó muy rápidamente de la parte
teórica, de lecturas y ejemplos de narraciones de corte autobiográfico, a la
redacción de textos, comentarios y retroalimentación colectiva.
Durante seis meses, las tardes de los miércoles estuvieron animadas de
risas, de exaltaciones, de debates en torno a cómo fue aquello o lo otro, hasta
que se asimiló que las percepciones de lo vivido, aunque hubiesen sido acerca
de lo mismo, no podían ser siempre iguales y, en virtud de ello, esas
diferencias coloreaban de matices su existencia.
Así, ocho mujeres de manera presencial (el número de asistentes osciló
entre cuatro y ocho por sesión), más una de forma virtual, tejieron día a día
este libro, hasta que divisaron con claridad El Centinela. Todas mujeres, con
hijos, casadas o viudas, después de los sesenta, sabiendo que no hay límite en
la edad para conocerse mejor a través de la narración escrita.
Luego vino la selección de fotos familiares que propusieron las hermanas
y la reconstrucción de la genealogía de los Ochoa Gutiérrez, a partir de los
apuntes de las hijas. Un poco antes, fue necesaria la lectura de recortes de
periódicos, cartas, diarios y memorias de los padres y abuela paterna para
integrarlos al libro. Los nietos de Gabriel y Carmen enviaron sus aportes, y
comenzó a sonar un gran coro de voces a contrapunto, con el ímpetu de una
familia que es árbol de raíces antiguas pero sigue produciendo frutos en
nuestro tiempo.
Brindar estímulo a la creación, dirigir los intercambios de las
talleristas, organizar los materiales producidos, corregir y darle unidad a
este libro, fue parte de las tareas de los coordinadores que, en la revisión de
textos y la corrección de imágenes, contamos con el auxilio de David Antonio y
Diego Hernán Jáuregui Sánchez, nuestros hijos, quienes apoyaron una idea
extravagante de sus padres: lograr que dos familias unieran esfuerzos en la
gestión y publicación de un libro probablemente único en su tipo, pues con
dificultad se encontrará otro en el que intervengan como escritores tantos
miembros de una misma dinastía, y, por otro lado, contemple en los procesos editoriales
a una segunda familia que, a su modo, también se reinventó e inició largas e
interesantes conversaciones sobre diseño, escritura y memoria.
Conviene destacar que corresponde a Patricia Ochoa el crédito de la
portada del libro, en tanto facilitó su óleo “Recuerdos de El Centinela”. Los
versos, a manera de epígrafe de las páginas iniciales, pertenecen a Esther
Ochoa; y la imagen que hace alusión al 50 aniversario de la boda de los padres
fundadores del clan Ochoa Gutiérrez fue pintada por el cineasta y cartonista
Alberto Isaac.
El resultado
El libro que hoy
presentamos es un relato colectivo que abarca ciento treinta y seis años, e
incluye voces inquietas pertenecientes a cuatro generaciones. Voces que
confluyen y se entrelazan para dar lugar a un libro íntimo del que hemos
seleccionado algunos fragmentos para armar la siguiente postal del rancho El Centinela:
En uno de los
primeros capítulos del libro, Carmen describe a su papá como un padre con el
que se podía convivir, platicar, aprender:
A mí desde un
principio me gustó salir al campo con mi papá: lo acompañaba a trabajar, a sus
pasatiempos que eran la cacería y la pesca. Me encantaba el olor a campo, a
tierra recién llovida; los queleles, zanates y churíos nos seguían para
degustar las lombrices y los animalitos que aparecían detrás del tractor.
Cuando teníamos sed, nos acercábamos a una palma y mi papá partía unos cocos
que, en aquel calor, nos sabían a gloria. De mi padre disfrutábamos, sobre
todo, sus pláticas y sus historias a la hora del descanso.
Por su parte,
Sylvia nos muestra una de las facetas de su mamá:
Siempre vi a mi
madre con ojos de admiración: me parecía una mujer muy hermosa, amorosa y
alegre. Era muy glamorosa, gustaba de bellos vestidos, de perfumes y finas
cremas para su rostro. Me gustaba mucho verla arreglarse frente a su tocador,
aquel de madera color blanco con negro; abrir aquellos cajones era fascinante,
así como su clóset lleno de lindos vestidos, y tantas faldas y blusas…
Esther menciona
en su texto al único hermano, querido en vida y extrañado desde su partida:
Fui la compañera
inseparable de mi único hermano Carlos Gabriel, El Gordo, quien me dio el
privilegio de siempre contar con un aliado que me complacía en todo lo que se
me ocurría y todo lo que le pedía.
Desde muy
chiquita, mi pasión fueron las muñecas, para hacerles vestidos a mano de los
recortes que me regalaban mis dos tías costureras, mamá China y mi nina Chuy.
Cuando íbamos a Colima, las veía coser y me pasaba horas observando cómo lo
hacían…
Ana Celia, que
pudo haberse llamado Carmen, nos cuenta acerca del origen de su nombre:
Estando aquí, un
día fueron al cine, no sé a cuál, ya que eran dos únicamente, el Juárez y el
Lux, y funcionaban solo de noche, pues eran descubiertos. Vieron una película,
de la que nunca supe el título, y en la que actuaba una mujer de cabaretera
llamada Ana Celia. Mi mamá, nomás de escucharlo, se prendó del nombre y decidió
que así se llamaría la niña. Mi papá insistía en que fuera Carmen.
Patricia, como
pintora que es, se detiene en los detalles de forma y color del jardín de su
mamá:
Al principio
fueron palmeras abundantes que daban la bienvenida con su frescor, generando
una amplia zona sombreada donde también se realizaban reuniones. Le siguieron
un almendro, unas galeanas y un par de caimitos (…)
En esa área
había un par de nochebuenas criollas, que crecían dando sus flores rojas en
Navidad. Una piña nona gigante, con hojas carnosas y agujeros simétricos de
verde oscuro, y una copa de oro que trepaba hasta el techo de la cochera,
ofreciendo sus flores amarillas y atrayendo mariposas del mismo color.
Rosa María
escribe como si estuviese haciendo uno de sus admirados bordados: punto por
punto, con orden. En uno de sus textos recuerda las ceremonias organizadas por
la maestra de la pequeña escuela particular en que los niños de El Centinela
estudiaban la primaria:
Los festejos
cívicos no pasaban sin celebrarlos: el 24 de febrero, Día de la Bandera,
marchar por los corredores, cantar el himno, y una poesía al respecto; casi siempre
era Tachy la que declamaba, El Gordo llevaba la bandera y yo era la escolta;
mis papás, presentes siempre. Otro festejo era el 10 de mayo, con
representación de alguna comedia pequeña y las consabidas declamaciones a la
madre. También nos enseñó un himno a la madre, que no se nos ha olvidado hasta
la fecha. Al final del curso, también realizábamos una ceremonia.
El presidente de
México Adolfo López Mateos fue una de las personalidades que visitó el rancho.
Luz Alicia describe situaciones cotidianas relacionadas con la alimentación y
cita una expresión de López Mateos:
Cuando mi compa
Cuco (el mayordomo del rancho) y las mozas acarreaban el coco de las huertas,
había que contar doscientos cocos por tarea (…) Cuando los partían, les
encargábamos la semilla, que era como una manzana blanca y jugosa, y hacíamos
con ella un dulce delicioso. También hacíamos crema y mantequilla de la leche
de nuestras vacas.
En casa se ponía
a cocer el maíz (nixtamal), luego lo triturábamos en un molino de manivela y
después torteábamos. Por eso, cuando fue al rancho el presidente López Mateos,
tomó una tortilla y dijo: “Esto es una joya”.
En sus
colaboraciones para el libro, Leticia reflexiona continuamente sobre los
alcances de las enseñanzas de sus padres, de quienes aprendió a ser generosa
anfitriona:
Compartir el pan
y la sal de nuestra mesa fue otro de los valores que aprendí de mis papás. Todo
aquel que llegara a visitarnos, sin importar sus preferencias religiosas,
políticas o sociales, era tratado de la misma manera, con mucha alegría,
amabilidad y esplendidez.
Me enseñaron a
escuchar y disfrutar opiniones y distintas maneras de pensar, porque, aunque en
los primeros años era una odisea llegar al rancho por las condiciones del
camino, visitas nunca nos faltaron: sin importar las incomodidades, familiares
y amigos llegaban a compartir una plática.
Por su parte,
Gabriela, la última de las hijas, asume la tarea de cerrar la historia al
contar los hechos que presenció en torno a la venta de El Centinela:
Nuestro querido
Centinela, ese cacho de tierra, ese pedacito de cielo en el que nacimos, en el
que vivimos tantos momentos, ya no sería nuestro.
Algunas hermanas
aparecieron ese fin de semana, fueron momentos difíciles de describir con solo
palabras. Teníamos que empacar. Descubrimos hermosos tesoros escondidos y
olvidados por el tiempo. El olor a humedad, a viejo, resultó agradable para mí;
abrir clósets en lo más alto, deslizar cajones, leer cartas, documentos, ver
fotos… Fue una mezcla de sentimientos encontrados.
Para finalizar,
queremos apuntar que si desean conocer las anécdotas del abuelo que mandó hacer
su ataúd muchos años antes de necesitarlo, del papá que mataba con un arpón los
alacranes que aparecían en la habitación de sus hijas, de la boa que se comía
las ratas del rancho; de cómo desde una avioneta les dejaban costales con víveres
para que sobrevivieran luego del paso del ciclón de 1959; del intercambio de
cartas entre los novios que luego serían sus padres; de las estancias del
novelista Agustín Yáñez en El Centinela; si, como decíamos, desean conocer estas
y otras historias igual de interesantes, solo podemos hacerles una
recomendación: lean El Centinela a la
vista. Evocaciones de la familia Ochoa Gutiérrez.
*Texto leído en la presentación del
libro El Centinela a la vista. Evocaciones de la familia Ochoa Gutiérrez,
el 19 de mayo de 2023, en el Archivo Histórico y Hemeroteca de la Universidad
de Colima.